Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Resistir es la consigna en Cuba

Cuando volé en enero de 1992 a El Salvador para cubrir el fin de la guerra tenía muy claro que visitaría Cuba antes de mi regreso a Zaragoza. El descalabro de la Unión Soviética había dañado a la economía cubana y ya se decía que el régimen comunista no iba a sobrevivir.


Había estado un par de veces en La Habana en escalas técnicas de un par de días, camino de Centroamérica, y me había encantado esa ciudad bochornosamente cálida con un centro colonial espectacular. Además, el cambio en el mercado negro siempre ayudaba. Oficialmente, un peso equivalía a un dólar, pero en el mercado paralelo te daban siete pesos.


Podías ir a la Bodeguita del Medio o a El Floridita a tomar mojitos o daiquiris e invitar a todos los allí presentes porque te sentías rico. Evidentemente, el gobierno cubano acabó obligando a los extranjeros a pagar en dólares y puso fin al gran chollo.


Mi destino era Mérida, la capital del Yucatán mexicano, donde era muy fácil conseguir un visado de turista por 15 días que luego podías renovar en La Habana y viajar por menos de un par de cientos de dólares, incluido una semana de hotel, desayunos, cenas y transportes.


Pero antes dediqué una semana a realizar en Ciudad de Guatemala uno de los reportajes más duros que he hecho en mi vida profesional y que publicó meses después Heraldo de Aragón con el título de Los Olvidados.


El reportaje sobre los niños y niñas de la calle me obligó a conocer historias dramáticas de menores, muchos de los cuales habían huido de los conflictos centroamericanos.


No fue cómodo conocer las historias de niñas prostitutas de 12 años que contaban cómo fueron violadas. O las historias de niños que milagrosamente se salvaron de las cacerías nocturnas protagonizadas por la policía guatemalteca que tantas veces acababan con descuartizamientos o desapariciones forzosas.


Mi camino hacia Cuba pasó también por Chiapas. Quería ver los campamentos de refugiados guatemaltecos en este estado mexicano y conocer de primera mano las penurias de aquellos campesinos que estaban vivos porque habían huido de sus aldeas antes de que las asaltasen los soldados y sus aliados paramilitares.


Una noche tuve una conversación muy curiosa con los responsables de la distribución de la ayuda humanitaria. “Es posible que aquí se produzca pronto acontecimientos trascendentales”, me dijo uno de los hombres que mostraba una gran cultura general. La oscuridad era tan intensa que encendí una linterna para verle los ojos. “¿Quieres decir que, ahora que se acaban las guerras en Centroamérica, puede empezar una en México?”, le pregunte con malicia. “No le puedo contar nada, pero no pierda usted de vista este lugar si le interesa el periodismo”, me respondió con sequedad.


Seguimos tomando cervezas y conversando, pero no conseguí arrancarle ningún dato más. Casi dos años después, el 1 de enero de 1994, me quedé de piedra en Sarajevo al ver las imágenes de los zapatistas ocupando San Cristobal de las Casas, la capital de Chiapas. Lo primero que me pasó por la mente fue aquella extraña conversación y le dije a un amigo fotógrafo: “Aquel tipo me estaba hablando justamente de todo esto aquella noche tan negra”. Me miró extrañado y no me atreví a decirle que quizá había estado con alguno de los jefes zapatistas dos años antes de que estallase el nuevo conflicto.


A La Habana llegué como un turista más aunque cargado de cámaras que me delataban. Tenía preparado un pequeño discurso sobre mi pasión por la fotografía cuando el trabajo de camarero me lo permitía. El policía de inmigración me saludó cortésmente, me selló el pasaporte y me dio la bienvenida.


Fuera estaba esperando una guía turística para llevarme junto a otros tres extranjeros (un mexicano, un francés y un sueco) al hotel. Mi idea era desembarazarme cuanto antes de los compromisos adquiridos al comprar el paquete turístico y empezar a trabajar ilegalmente como periodista.


Llamé a un par de corresponsales extranjeros, me puse en contacto con una familia cubana con la que acabé viviendo unos 10 días y me cité con un alto cargo del Partido Comunista que había conocido en Nicaragua.


A los dos días de mi llegada mi agenda oficiosa almacenaba encuentros interesantes con escritores críticos con el régimen, funcionarios castristas, españoles, entre ellos el aragonés Paco Velázquez, que dirigía el hotel más importante de Cuba y una escuela de hostelería, familias amantes de Castro que violaba la ley para comer mejor, y, por fin, una fiesta de puro ambiente caribeño donde corrió mucho ron.


Venía de El Salvador, Guatemala y México. De ver mucha miseria y dolor en un submundo irracional. De ver niños de la calle vapuleados por la violencia y barridos de las calles como si fuesen escoria humana, refugiados en condiciones indecentes, policías que engrosaban sus carteras robando a los incautos guatemaltecos.


En Cuba, en cambio, todos los niños sin excepción iban a la escuela. Daba gusto verlos con sus uniformes. Todos los ciudadanos, incluso los más pobres, tenían derecho a una sanidad pública desconocida en amplias zonas de América Latina.


Al menos, en La Habana, había un cierto orden vehicular aunque sólo un ciego no veía las impresionantes colas que se formaban a la espera de los transportes públicos que siempre se retrasaban. Había tantos coches prehistóricos que me obsesioné con fotografiarlos apuntando el modelo y el año de su ingreso en el mercado. Había días que sólo quería encontrar un coche aún más antiguo.


En Cuba, todo era fotogénico. Las casas por fuera y también por dentro aunque se cayera la pintura a pedazos. Eran fotogénicos los ventanales, los portales, las peluquerías. Era fotogénica la forma de mirar de los ciudadanos. Era muy fácil fotografiar o, al menos, a mi me lo pareció.


El gobierno había impuesto un riguroso plan de austeridad que había afectado a la canasta básica de productos subvencionados. Había comenzado una política internacional más pragmática con el objetivo de recuperar sus relaciones con el resto de América Latina. Había comenzado campañas de promoción turística de Cuba por todo el mundo. Habían descubierto que la llegada masiva de divisas podía salvar el régimen.


Cuando llevaba una semana en La Habana me trasladé a casa de una familia cubana que vivía en 35 metros cuadrados. Dormía en un camastro separado del comedor por una cortina. Me costaba cero dólares y conocía de primera mano las vicisitudes diarias. Era ilegal y cualquier vecino me podía denunciar. La familia, que dirigía el comité de defensa de la revolución del edificio, me pidió máxima discreción. Intentaba entrar y salir del edificio sin cruzarme con otros vecinos.


Mi forma de compensarles fue invitarles un día a una diplotienda para extranjeros y ofrecerles un carrito de la compra para que lo llenasen con todo lo que ansiaban. Fue cuando descubrí que la felicidad puede tener forma de chuleta de cerdo si hace años que no la comes.


Resistir es la consigna (1) (reportaje publicado el 26 de abril de 1992)


Resistir es la consigna (2)


Resistir es la consigna (y 3)


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