Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

101 dálmatas en El Salvador

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El sábado 1 de febrero de 1992 fue un día inolvidable. Comandantes guerrilleros y generales y coroneles salvadoreños coincidieron en la ceremonia formal que ponía fin a una guerra de doce años que había provocado más de 70.000 muertos y un millón de refugiados.


Llegué pronto al lugar donde se iba a celebrar el acto de la Comisión Nacional para la Consolidación de la Paz (COPAZ) y me sorprendió ver al comandante Joaquín Villalobos, vestido con un inmaculado traje, charlando con el coronel Juan Orlando Zepeda, dos hombres que habían liderado dos formas irreconciliables de defender el minúsculo país centroamericano.


En otro corro el arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas, bromeaba con otros jefes militares y guerrilleros. Un día antes me había recordado que los únicos que faltaban en aquella celebración eran “los padres jesuitas asesinados dos años antes”. Muy cerca estaba el ministro de Defensa René Emilio Ponce, considerado uno de los autores intelectuales de aquel crimen de lesa humanidad.


Había fácil acceso para los periodistas. Me acerqué a Ana Guadalupe Martínez, una de las dos comandantes guerrilleras que participó en las conversaciones de paz, y le pedí que me confesara sus sentimientos más profundos. Eufórica me dijo: “Se ha roto todos los esquemas. Los acontecimientos han ido más allá de la imaginación de cualquier político salvadoreño, incluida la de los jefes guerrilleros”.


Los cinco comandantes de la guerrilla llegan a la capital salvadoreña en enero de 1992. Fotografía de Gervasio Sánchez


Unas horas más tarde le pude hacer una entrevista más completa a la sombra de una palmera en el hotel Camino Real. Era una mujer muy interesante y algunos la consideraban la pareja ideal de Joaquín Villalobos, el principal estratega de la guerrilla, para formalizar una candidatura presidencial. Pero esa posibilidad nunca se desarrolló.


Fue un día agotador. Necesitaba que mis fotografías estuviesen en Madrid el lunes 3 de febrero, dos días después. Espere a que los guerrilleros desarmados llegasen a la Plaza Cívica situada en el centro de la ciudad. Aquella marea roja todavía se recuerda como una de las manifestaciones más impresionantes.


Después de hacer decenas de fotos me fui a la parada de autobuses y viajé hasta la frontera de Guatemala. Allí tuve que pasar varias horas hasta la salida del primer transporte al amanecer.


Los policías fronterizos me ofrecieron café, una máquina de escribir y unos folios donde ordené una entrevista que le había hecho al arzobispo Rivera para mandarla a Heraldo de Aragón por fax. Me tumbé en el suelo y dormí un par de horas.


Llegué a la capital guatemalteca y me fui directamente al aeropuerto. Conseguí que una monja española aceptase llevar mis rollos en el avión de Iberia que salía aquella mañana. Solo me quedé tranquilo cuando al día siguiente me confirmaron que mis fotografías habían llegado sin contratiempos.


Molido por el palizón decidí regresar a El Salvador en avión. Era media hora de viaje a precio de crucero de lujo. A primera hora de la tarde aún conseguí fotografiar los estertores de aquella fiesta histórica que había empezado el día anterior en las calles salvadoreñas.


Fue en El Salvador la primera vez que vi un despliegue de militares, policías y guardias civiles españoles en una misión de paz. Ya habían pasado tres años desde que siete uniformados de nuestro país participasen en la primera misión en Angola. Un centenar de españoles habían formado parte de la misión de Nicaragua y un batallón paracaidista se había desplegado en el Kurdistán iraquí durante la guerra del Golfo de 1991.También había habido militares españoles en Haití y Namibia.


Pero la misión de El Salvador era liderada por el general español Víctor Suanzes y una gran parte de los oficiales eran españoles. “Hemos roto el tabú que impedía salir al ejército español. España tiene con América unos lazos que nos obliga a estar aquí”, me dijo Suanzes en una entrevista.


El líder indiscutible era el teniente coronel Javier Mateos que llevaba allí seis meses. Apenas una semana antes de aquel acto histórico que ponía fin a la guerra había llegado un contingente conocido por los “101 dálmatas” formado por ese número de comandantes y capitanes.


El teniente coronel Javier Mateos y el capitán José Antonio de Gracia negocian con los comandantes guerrilleros el punto de concentración para la entrega de las armas. Fotografía de Gervasio Sánchez


“Quieres acompañarnos. Vamos a una reunión con la guerrilla en el volcán San Salvador”, me preguntó un día. Me monté a su lado mientras el capitán de paracaidistas José Antonio de Gracia se iba a la parte de atrás del jeep. Parecía un acto de apadrinamiento entre el veterano oficial y el recluta recién llegado. Reconocí el camino. Dos años antes había caminado por aquella trocha carrozable con una unidad guerrillera.


El capitán de Gracia se quedó sorprendido ante la marcialidad de aquellos jóvenes guerrilleros mandados por comandantes de 20 años con diez años de experiencia militar. También se fijó en la belleza de algunas de las muchachas que formaban marcialmente. Ante un mapa desplegado en una mesa los jefes guerrilleros plantearon entregar las armas en tres puntos distintos. El teniente coronel los sacó de dudas: “Un solo punto, el que vosotros decidáis”.


De regreso a la capital le pregunté al capitán qué le había parecido este primer encuentro con los guerrilleros. “Estaba muy preocupado, pero han sido muy correctos”, comentó. Dos semanas después me lo volví a encontrar en una base guerrillera jugando al fútbol. “Estoy aprendiendo auténticas lecciones de táctica y estrategia militares. Son muy jóvenes, pero han combatido duramente. Ahora entiendo por qué el ejército no los ha podido derrotar”, me confesó.


Los acuerdos de paz establecían un claro calendario de desmilitarización. El ejército salvadoreño tenía que reducir a la mitad sus 62.000 hombres y desmantelar los cinco batallones de intervención inmediata, entrenados por Estados Unidos, y acusados de graves violaciones de los derechos humanos.


La totalidad de los 17.000 miembros de los diferentes cuerpos policiales tenían que ser desmovilizados en apenas un mes y debía crearse una nuevo cuerpo policial al que podían pertenecer antiguos guerrilleros. Los 6.188 guerrilleros tenían que concentrarse en 15 lugares concretos donde entregarían sus armas para su total destrucción.


“Aquí no somos los malos”, me dijo el comandante de la Guardia Civil, Francisco Morales, que llevaba seis meses en El Salvador. Recordaba emocionado que fue recibido con alegría por los ciudadanos de San Miguel.  “Nuestro uniforme no significa represión como en España, sino servicio público”.


La misión salvadoreña fue el verdadero bautismo en misiones internacionales de paz. Combatir por la paz en un proceso histórico como aquel fue una gran oportunidad para las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad españoles. Fue el primer pequeño gran paso para su democratización después de décadas sacudidas por el aislamiento y una mentalidad obtusa.


Meses después los soldados españoles se trasladarían a un escenario de guerra total como fue Bosnia-Herzegovina y tendrían que convivir con la muerte de sus propios compañeros, el sufrimiento y la violencia generalizada. Pero esta es otra historia que explicaremos en los próximos capítulos.


Españoles que combaten por la paz (Publicado el 9 de febrero de 1992)












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