Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Los Rambos de la guerra

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Un folio en blanco en un tablón de anuncios invita a escribir mensajes para Eduardo Rozsa Flores, un periodista de La Vanguardia que ha dejado la pluma por las pistolas. En unos segundos varios informadores apuntan media docena de insultos antes de continuar su viaje a Vukovar.


Unos días después los mismos periodistas cansados y hambrientos detienen sus coches en la plaza principal de Osijek. Tres individuos se levantan de sus asientos en un café céntrico y se dirigen a la puerta de uno de los vehículos.


“¿Has escrito tú esto?”, le pregunta Eduardo Rozsa Flores al periodista Arturo Pérez Reverte mientras le coloca el folio emborronado a un palmo de su cara. “Sí, gilipollas, qué pasa”, contesta malhumorado el futuro escritor de éxito. “¿Tienes una hora para abandonar Osijek”, le ordena. “Me iré cuando me dé la gana”, replica Arturo.


Los dos acompañantes de Eduardo observan la escena en silencio y mantienen los dedos en los gatillos. Es la primera vez que veo al antiguo periodista. Lleva un traje de camuflaje y dos granadas colgadas de hebillas en el pecho. Una gigantesca cartuchera guarda su arma individual, una miniametralladora Scorpio de origen checoslovaco.


Meses después el nombre del ex periodista se verá vinculado al asesinato de dos periodistas occidentales. Años después se le otorgará el grado de coronel y Croacia lo nombrará ciudadano de honor. Casi dos décadas más tarde, en abril de 2009 morirá en Bolivia en circunstancias muy extrañas.


Pero en aquel septiembre de 1991 Eduardo sólo buscaba protagonismo y le encantaba las entrevistas con periodistas españoles o de cualquier nacionalidad. Su actitud era rechazada frontalmente por la mayoría en una guerra en la que ya se sumaban diez informadores muertos y decenas de heridos.


El equipo de TVE se marchó de Osijek un rato después del incidente tal como tenían previsto y yo decidí quedarme allí unos días más. Era un punto estratégico para moverte por una amplia zona donde todos los días había bombardeos y combates.


Los pocos hoteles de aquella ciudad eran atacados con regularidad por la artillería yugoslava. Como no tenía ganas de saltar de la cama cada vez que sonase la alarma, decidí dormir cada noche en las literas del bunker que había al lado del centro de prensa. Te ahorrabas decenas de marcos alemanes (el dinar ya no tenía valor), dormías más seguro y de un tirón.


Una tarde estaba hablando a gritos con la redacción de Heraldo después de mandar mi crónica a través del fax cuando vi entrar a Eduardo y varios de sus Rambos. Regresé a mi mesa de trabajo y pocos segundos después escuché: “¿Eres periodista español?”. “Sí contesté, pero sinceramente no me interesa hablar contigo”, le dije irritado. “¿Cuál es el problema si no nos conocemos?”, me preguntó. “No me gustó cómo trataste el otro día a Arturo. Además, llevas en tu coche la palabra España al lado de Born to kill (Nacido para matar). Creo que esa forma de actuar nos perjudica a los periodistas”, le contesté. Me sorprendió su silencio. Dio media vuelta y se marchó sin despedirse. Nunca más lo volví a ver.


Ya había visto muchos Rambos en Zagreb. Sobre todo en las llamadas Fuerzas de Defensa Croatas (HOS) y  el Partido de los Derechos Croatas (HSP), un grupo paramilitar que desprendía un gran tufo a fascismo balcánico.


Eran partidos y grupos armados que se retroalimentaban del pasado, de la Croacia fascista e independiente aliada de Hitler entre 1941 y 1945 y que amaban el comportamiento de su líder Ante Pavelic, enterrado en el cementerio de San Isidro de Madrid al morir en España en los años cincuenta protegido por nuestro dictador. Pavelic fue el líder de los ustachas que dirigieron el exterminio de los serbios en el campo de concentración de Jasenovac durante la Segunda Guerra Mundial.


El gran escritor Curzio Malaparte cuenta en su libro Kaputt, imprescindible para comprender la violencia que envuelve al hombre cuando todo se desmorona, una anécdota sobre Pavelic que pone los pelos de punta:


“Son ostras de Dalmacia”, le pregunté. Alzó la servilleta que cubría el cesto y, mostrándome aquellos frutos de mar, aquella masa gris y gelatinosa, me contestó, sonriendo con su habitual, bonachona y cansada sonrisa: “Es un regalo de mis fieles ustachi. Son veinte kilos de ojos humanos."


Me molestaba la estética de los Rambos que pululaban por todas partes menos por los verdaderos frentes de batalla. Habían copiado de héroes cinematográficos como Silvester Stallone y Arnold Schwarzengger la manera de andar y comportarse. Les encantaba cargar armamento pesado en lugares públicos, mostrar los bíceps que moldeaban durante horas de gimnasios y atraer a las chicas con sus portes chulescos, embutidos en trajes de camuflaje impolutos.


Cuando te dirigías al frente o simplemente cuando llegabas donde caían bombas de 250 kilos lanzadas por la aviación o estallaban proyectiles de 100 mm disparados por carros de combate, los Rambos siempre brillaban por su ausencia.


Entonces te encontrabas a soldados mal armados o campesinos cargando carabinas o escopetas de caza que se organizaban para enfrentarse a un enemigo mil veces más poderoso. O jóvenes imberbes dispuestos a luchar por una causa en la que creían aunque pagasen un alto precio.


Las guerras descubren a una sarta de personajillos insulsos que nunca han destacado en la vida corriente pero que se vuelven advenedizos y agresivos al primer disparo. Convierten a hombres ordinarios en asesinos, a perfectos caballeros en monstruos sin piedad que se parecen a nosotros más de lo que quisiésemos.


En la guerra de Croacia los grupos paramilitares empezaron a tener mucha influencia en las decisiones bélicas y políticas. Aunque apenas fue un pequeño ejercicio de violencia, si lo comparamos con lo que ocurriría en Bosnia-Herzegovina a partir de 1992 y Kosovo a mediados de los noventa, ya empecé a sentirme asqueado ante estas salpicaduras de neofascismo que contaminaba la causa de los croatas.


En aquellas semanas en Croacia tomé una decisión trascendental: no entrevistaría a los sujetos que lideraban estas partidas de fascistas ni realizaría reportajes sobre los grupos paramilitares salvo para mostrar sus verdaderos objetivos: enriquecerse a costa del sufrimiento ajeno. Sabía que perdía unas buenas historias que suelen enganchar a los lectores pero no quería ser cómplice de una manera de participar en la guerra por la que siento una profunda repulsión.


Muchos años después supe que el protagonista de una fotografía que tomé durante el cerco de Sarajevo pertenecía a un grupo paramilitar bosnio que había participado en crímenes de ciudadanos serbios. Aquella fotografía la incluí en mi primer libro en el que apenas había combatientes o muertos ya que mi objetivo era mostrar a los civiles supervivientes enfrentándose a la violencia con gran coraje y dignidad.


Recuerdo que una periodista local cambió de semblante al ver su rostro en el libro meses después de acabar la guerra y me preguntó: “¿Sabías que perteneció a un grupo paramilitar?” A ver mi cara de circunstancias me dijo: “Hicieron mucho daño a nuestra causa”. Pensé que tenía mil veces razón.


Los rambos de la guerra en Yugoslavia (reportaje publicado el domingo 29 de septiembre de 1991)

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