Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

La guerra del golfo desde Palestina

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Los principales perdedores de la invasión de Kuwait por las tropas iraquíes del sanguinario dictador Sadam Hussein en agosto de 1990 fueron los palestinos. Miles de trabajadores cualificados perdieron sus empleos y tuvieron que regresar a los territorios ocupados por Israel. El apoyo del líder palestino Yaser Arafat a Irak no gustó a las monarquías del Golfo Pérsico. Las represalias contra los palestinos se generalizaron tras el fin de la guerra.


Tampoco gustó a la población israelí que los palestinos vitoreasen la llegada de los misiles iraquíes con gritos de “Ala es todopoderoso” o “Dale, dale, querido Sadam, golpea Telaviv”. Muchos ciudadanos hebreos nunca perdonaron esta actitud y se volvieron más fríos ante el dolor de sus vecinos.


El inicio de la guerra del Golfo también supuso un respiro para Israel después de tres años de la intifada palestina. La protesta generalizada en los territorios ocupados había sido protagonizada por niños y adolescentes y se había deteriorado la imagen de superpotencia del estado hebreo. Los soldados israelíes disparaban con munición de guerra contra manifestantes que lanzaban piedras. Más de un millar de palestinos habían muerto en los enfrentamientos contra poco más de un centenar de israelíes.


El Goliat israelí era incapaz de someter al David palestino. La opinión pública europea y estadounidense simpatizaba con la revuelta palestina y apoyaba  una salida negociada al eterno conflicto. Pero los gobernantes israelíes se negaban rotundamente a cualquier tipo de diálogo con Arafat al que consideraban un terrorista.


La censura militar israelí impuesta a los ataques con misiles iraquíes fue ampliada a las informaciones sobre los territorios ocupados. Las autoridades militares aseguraban que su objetivo era evitar “un segundo frente de Sadam Hussein” en el interior de Israel. Era una cínica excusa: sabían que los palestinos no tenían armas. Apoyaban a Irak porque había sido el único país árabe capaz de atacar a Israel. Su frustración histórica les provocaba asirse a un clavo ardiendo.


Durante las semanas que duró la Guerra del Golfo sólo un grupo de activistas israelíes pertenecientes al movimiento Mujeres de Negro mantuvieron las protestas contra la ocupación israelí ante el domicilio del primer ministro Isaac Shamir. Todos los viernes daban vueltas con sus carteles y se mantenían firmes ante los insultos de los radicales israelíes.


Conozco Israel desde el 28 de septiembre de 1982. Llegué al país con 23 años dos semanas después de las matanzas de Sabra y Chatila en Beirut (Líbano). Dos millares de mujeres, niños y ancianos palestinos fueron masacrados por falangistas cristianos libaneses ante la pasividad del ejército israelí.


Las imágenes de aquella masacre provocaron la indignación en todo el mundo pero sobre todo en Israel. Unos días después de la matanza 400.000 israelíes salieron a la calle a protestar en una de las manifestaciones más multitudinarias de la historia del país.


La presión de la opinión pública obligó al entonces primer ministro israelí Menahem Begin a crear una comisión de investigación presidida por el presidente del Tribunal Supremo, Yitzhak Kahan.


Cinco meses después, en febrero de 1983, el informe final responsabilizó a las milicias cristianas de ser los autores materiales de la masacre que comparó con los pogromos que sufrieron los judíos en la Rusia zarista,  acusó a las autoridades civiles y militares israelíes de “negligencia grave” y recomendó el cese del ministro de Defensa Ariel Sharon.


A mí llegada el debate poblaba todas las esquinas de Israel. Los judíos estaban indignados con la actuación de sus autoridades militares. Aunque apenas había pasado dos semanas de la masacre ya se sabía que los soldados israelíes se habían mostrado indiferentes ante el terror de los falangistas libaneses.


Ante el Muro de las Lamentaciones conversé durante varias horas con un grupo de jóvenes israelíes que se mostraban consternados con lo que había pasado. Algunos declaraban sin tapujos que aquel comportamiento recordaba lo ocurrido en los guetos judíos durante el nazismo. Todos estaban a favor de la dimisión del primer ministro.


Unos días después visité Gaza y charle con un grupo de vendedores de manzanas mientras las patrullas israelíes vigilaban todas las calles. Los jóvenes palestinos estaban enfurecidos por lo que había ocurrido en Líbano. Me aseguraron que pronto empezaría una guerra contra Israel.


Era imposible encontrar un comentario equilibrado y el odio aliñaba todas las conversaciones. Les conté que había hablado con un grupo de jóvenes judíos indignados con su gobierno. “Es posible que hoy sean críticos pero cuando crezcan serán engullidos por la ola sionista”, fue una de las respuestas.


En 1982 nadie pensaba en un levantamiento palestino. Los fedayines, guerrilleros palestinos que se habían instalado en Líbano, tras las guerras anteriores,  acababan de ser expulsados después de un largo cerco israelí y el cuartel general de Arafat trasladado a Túnez. Nadie pensaba con seriedad en un estado palestino. El pesimismo afloraba por  todas partes.


Un día paseando por la bellísima ciudad vieja de Jerusalén me fijé en dos palestinos que iban muy bien vestidos. Los seguí durante unos minutos. Presentí que algo pasaría si se cruzaban con una patrulla militar. No tuve que esperar mucho. Los soldados israelíes iban comiendo unos bocadillos que goteaban salsa cuando llegaron a la altura de los palestinos.


“Muéstrame la documentación”, le dijo el soldado más soberbio. El chico palestino le dijo que vivía cerca y que no la llevaba encima. Les obligaron a darse la vuelta y empezaron a cachearlos. Las manos grasientas ensuciaron los trajes. Uno de los soldados se acercó a un palmo de uno de los chicos y le deslizo las manos por toda la camisa dejando unos vistosos churretes de grasa.


Los chicos no bajaron los ojos ante la vejación. Los comerciantes y los viandantes observaban la escena en silencio. Conté unas treinta o cuarenta personas, algunos tan jóvenes como soldados. Pero nadie se atrevió a intervenir. Al acabar la escena seguí a los dos palestinos que regresaban a casa a cambiarse de ropa. Les dije que era extranjero y que me gustaría saber qué sentían: “Sólo siento odio. Un día lo pagaran con creces”, me respondió uno de ellos muy enfurecido.


Siete años después en enero de 1991, recordaba casi diariamente este hecho mientras paseaba por las calles desiertas de Jerusalén antes de escribir mi crónica diaria. Los palestinos cerraban los negocios a la una de la tarde tal como llevaban haciendo desde el inicio de la primera intifada. Los soldados israelíes seguían actuando con la misma prepotencia. La actitud de los palestinos era ya más desafiante.


La última provocación: Ariel Sharon se había comprado un bellísimo palacete en medio de la parte árabe de Jerusalén. Un candelabro de nueve brazos y una bandera israelí adornaban la cima de la casa custodiada por decenas de soldados. El conflicto seguía enquistado sin que se viese la luz al final del túnel.


Palestinos (1)


Palestinos (2)


Palestinos (y 3)

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