Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Derrota sandinista en Nicaragua

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La década de los noventa empezó semanas después de que cayese el muro de Berlín que puso fin a la Guerra Fría. Las elecciones generales de Nicaragua del 25 de febrero de 1990 fueron la primera prueba de fuego del nuevo periodo.


Los sandinistas habían sobrevivido a una década de insistente presión militar de Estados Unidos, dispuesta a rechazar violentamente cualquier iniciativa política en Centroamérica, su patío trasero, que no comulgase con su ideario político y económico.


Los comandantes sandinistas habían perdido influencia política por la tensión bélica permanente, pero también por su prepotencia y su incapacidad para lidiar con los problemas diarios.


Se habían reconvertido en una clase elitista que usaban la retórica revolucionaria para mantenerse en el poder. Los hijos de los ricos de toda la vida se iban a estudiar a Miami; los hijos de los jefes sandinistas preferían las universidades ticas o cubanas.


Unos y otros se evadían de las obligaciones de aquella guerra inútil que ocupaba cada día las portadas de los diarios estadounidenses. Muchos niños y adolescentes campesinos murieron como soldados en los combates encarnizados. El reguero de sangre cubrió a decenas de miles de familias humildes.


Decidí viajar a Nicaragua en enero de 1990. La forma más barata de llegar era vía Cuba. No era necesario conseguir un visado a pesar de que el tránsito a cargo de la compañía duraba 48 horas. Además, a mi me favorecía un ticket de vuelta sin fecha de caducidad ya que mi idea era pasar varios meses en América Latina. No regrese a Zaragoza hasta el mes de junio, más de cuatro meses después. Aquel viaje se convirtió en el más largo de toda mi vida y superó por unos días a otro que había hecho unos años antes por India, Tailandia y China.


Las siguientes semanas fueron intensas. Los sandinistas organizaron mítines espectaculares. En cada ciudad sus partidarios desbordaban las calles. Todas las encuestas refrendaban lo que parecía más que evidente: iban a ganar por goleada. Periodistas de decenas de nacionalidades, edades e ideologías apostaban al supuesto caballo ganador.


A mí me habían dejado de gustar los mítines sandinistas. El presidente Daniel Ortega, que competía para la reelección, carecía de frescura y parecía que defendiese los privilegios de los suyos. Sus discursos eran sosos y sin ideas. Todo se reducía a canciones revolucionarias  y eslóganes reiterativos. Como si el país no viviese  tiempos de gran conmoción.


También era patético escuchar a los líderes de la Unión Nacional Opositora, la coalición de 14 partidos que se enfrentaba al aparato propagandístico de los sandinistas. La propia candidata, una viuda llamada Violeta Chamarro, producía grima cuando se dirigía a sus partidarios.


Sólo conozco a dos periodistas que avalaron el triunfo de Chamorro. Uno fue Joaquín Ibarz, corresponsal de La Vanguardia, que había detectado el descontento de los nicaragüenses y sentía que había un porcentaje muy elevado de voto oculto antisandinista. Otro fue Jorge Melgarejo, enviado especial de Radio Vaticano, con el que cené muchas noches durante aquellas semanas.


“Cada vez tengo más claro que los sandinistas van a perder”, me dijo un día Jorge. “Eso es imposible”, le contesté. “Muchos me dicen en privado que la guerra se acabará si los sandinistas abandonan el poder”, me contestó cuando le pregunté por las pruebas. “El domingo  25 de febrero lo verás con tus propios ojos”, me comentó al ver mi cara de incredulidad.


El viernes 23 de febrero fotografié a Ortega para un diario nacional. Estaba muy  seguro de su triunfo. Ni siquiera se había planteado realizar encuestas menos entusiastas. La soberbia hacía tiempo que se había instalado en la idiosincrasia de aquellos hombres que consideraban que el pueblo nunca les traicionaría.


El sábado 24 de febrero fotografié a Rosario Murillo, la esposa de Ortega, vestida con un ridículo modelito como si quisiera regresar de golpe a los años de la primera juventud. Me gustó y me pareció más inteligente que su marido.


La jornada electoral empezó muy temprano. El comportamiento de los ciudadanos fue ejemplar. No hubo incidentes y había tantos informadores y observadores que un pucherazo parecía imposible.


Dos docenas de periodistas nos pusimos de acuerdo, nos distribuimos por todos los barrios de Managua a la hora del recuento y acordamos una hora de encuentro para intercambiarnos la información.  Conseguimos hablar con varios periodistas que se encontraban en ciudades como León, Masaya, Matagalpa, Granada.


Tres horas después de cerrarse los colegios electorales teníamos información suficiente para ratificar la derrota sandinista. El Consejo Supremo Electoral apenas había facilitado datos del recuento sobre seis mesas. El silencio oficial se prorrogó cuatro tensas horas.


Durante aquella larga noche me acerqué a la sede del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Me sorprendió encontrarme a la gente bailando y brindando por el triunfo. Entre los centenares de militantes destacaba Rosario Murillo, la esposa del presidente Ortega. Al reconocerme me hizo una señal para que me acercara. “¿Qué estáis celebrando? Hay datos que demuestran que habéis perdido”, le dije a bocajarro. “Eso es imposible”, me dijo con una sonrisa. “Deberías llamar al presidente y preguntárselo tú misma”, le repliqué.


A pocos metros bailaba la chilena Rosa Silva, una de las mujeres que más apreciaba y que había decidido abandonar Chile antes de que Patricio Aylwin, ganador de las elecciones un par de meses antes, se convirtiese en el presidente del país austral después de la larga dictadura.


Para Rosa, cuyo padre fue asesinado 40 días después del golpe de Estado de Augusto Pinochet, “Aylwin era un traidor que había apoyado el derrocamiento criminal de Salvador Allende”.  “No me digas eso, Gervasio, qué va a ser de mi vida si voy de derrota en derrota”, me dijo llorando como pocas veces he visto en mi vida.


Me acerqué a la sede de la oposición. Violeta Chamorro, la electa presidenta, estaba físicamente deshecha, pero se mostraba deslumbrante. Rodeada de todos sus consejeros, se declaró triunfadora indiscutible. “Mañana le traigo a primera hora las fotos que le prometí hace unos meses y usted me da la primera entrevista como presidenta de Nicaragua”, le comenté entre sonrisas. Al día siguiente acudí a su casa con el sobre, pero uno de sus asesores me dijo que estaba descansando y me dio las gracias en su nombre.


El verdadero funeral empezó unas horas después cuando los sandinistas reconocieron la derrota. El presidente Ortega compareció a las seis de la mañana rodeado de todos los miembros de la comandancia sandinista y de algunos ministros.  Nunca antes habló con tanta convicción. Fue un discurso muy emotivo que finalizó con Rosario abrazando a su marido y con muchos de los presentes llorando.


Muchos periodistas extranjeros vivían en Nicaragua desde hacía años y desde allí cubrían los acontecimientos bélicos y políticos de Centroamérica. La mayoría simpatizaba con la revolución a pesar de sus patinazos continuos y ahora veían cómo los sandinistas eran derrotados por el voto del pueblo. Aquellas lágrimas del adiós de Ortega pusieron punto y final a una etapa convulsa en la que un pequeño país quiso dejar de ser una república bananera sin el permiso del poderoso vecino del Norte.


Las lágrimas del adiós (crónica publicada el martes 27 de febrero de 1990)




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