Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Ayacucho, rincón de los muertos

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En cualquier clasificación personal de países deseados Perú ocuparía siempre un lugar destacado. Estaría entre los diez que más me gustan. No me extrañaría que sobreviviese en una lista de cinco y es probable que rozase una de las tres medallas en una selección definitiva.


Lo conozco de norte a sur y de este a oeste y he estado en la mayoría de sus lugares más interesantes. Lo conozco como periodista, viajero y turista. Lo conozco desde octubre de 1988 cuando llegué por primera vez procedente de Chile en plena guerra civil.


Amo sus ruinas, las de Machu Picchu, pero también las de Chan Chan, Chavin de Huantar, Casma, Ollantaytambo, Pisac. Ciudades coloniales como Cuzco, Arequipa, Cajamarca o Ayacucho me impulsan con facilidad a un tiempo anterior ya muy remoto. He pasado muchos días en sus selvas buscando yacarés, delfines de agua dulce y enfermos de cólera.


Culinariamente hay pocos países que igualen a Perú, me extraña que alguno lo supere. Pero no aguanto a su clase dirigente, a esos pitucos (pijos) de Miraflores o Barranco que son más racistas que los sudafricanos blancos, y que odian a sus indígenas, a los que sólo sienten como mercancía turística. Puede que algún país en el mundo alcance las cotas de racismo que he visto en Perú, pero también me extrañaría que las superasen.




En octubre de 1988 la guerra civil entre el estado y el grupo Sendero Luminoso estaba en su pleno apogeo. En ciudades como Huancayo y Ayacucho, que significa  rincón de los muertos en quechua, el Partido Comunista del Perú, que es como se autodenominaba en realidad uno de los grupos armados más sangrientos de América Latina en los años ochenta, había creado bases de apoyo que el ejército, la policía y sus paramilitares perseguían a ciegas.


Los generales que gobernaban a sangre y fuego no tenían empacho en reconocer que matar civiles, si incluían a senderistas ocultos, era una buena estrategia. El baño de sangre diario estaba garantizado. Los civiles vivían entre dos fuegos y eran utilizados como carne de cañón por todos los contendientes.  Un día, uno de estos generales que deberían haber acabado en un tribunal internacional  de justicia, me dijo sin rodeos: “quien no apoya a nuestro ejército es porque simpatiza con el terrorismo”. No había término medio. La receta era, asimismo, sangrienta: “a quien saca los pies del tiesto le doy con todo lo que tengo”.


El hostal Santa Rosa era nuestro cuartel general en Ayacucho, una ciudad que se volvía desértica antes del anochecer. Los senderistas iluminaban las colinas con fogatas y el terror se adueñaba de sus habitantes. Eran sus señas de identidad con constancia diaria.


El dueño del hostal era Don Paco, un aragonés que llevaba décadas en Perú. Le pedí hasta de rodillas que me permitiera hacerle un perfil periodístico para Heraldo de Aragón, pero siempre se negó con mucha educación. Huía de la fama como si fuera la peste. Sabía que su seguridad dependía de un perfil bajo.


Lo que más me impresionaba cuando llegaba al hostal Santa Rosa era ver las fotografías de los ocho periodistas peruanos asesinados en Uchuraccay en enero de 1983. Al parecer los aldeanos responsables de los asesinatos los confundieron con senderistas. Otras fuentes aseguraron que los sinchis, fuerzas especiales de la guardia civil peruana, habían convencido a los comuneros de que matasen a los desconocidos que llegasen al lugar. Los periodistas habían salido de Ayacucho con el objetivo de investigar una masacre. Aquellos retratos siempre nos recordaban que los periodistas éramos muy vulnerables en la ciudad más violenta de Perú. Todavía hoy centenares de madres, esposas e hijas de los miles de desaparecidos siguen buscando a sus seres queridos y  batallando para que se imponga la verdad y la justicia.


Uno de los lugares que visitaba habitualmente era el comedor que habían creado para dar de comer a los hijos desamparados de los desaparecidos. Cada día llegaban niños de corta edad y mujeres para realizar su única comida caliente. Allí conocí a Mamá Angélica, que presidía la agrupación de familiares de los desaparecidos. Muchos años después me ayudaría a encontrar a decenas de familiares para realizar un reportaje, embrión en Perú de mi trabajo global sobre los desaparecidos, el peor drama de cualquier guerra.


Durante mis primeras semanas en Perú viajé en varias ocasiones a Huancayo. Había un tren que realizaba los 299 kilómetros en diez horas. A ochenta kilómetros de la salida desde la estación Desesperados de Lima el tren alcanzaba su cota más elevada: 4.817 metros sobre el nivel del mar, record mundial de altitud. En uno de los compartimentos había un equipo de emergencia preparado para suministrar oxígeno a los pasajeros con dificultades para respirar.


Intenté por todos los medios entrevistarme con algún alto cargo de aquella guerrilla sanguinaria y oscura cuyo nombre, Sendero Luminoso, había sido inventado por  la prensa. Encontré a simpatizantes y activistas urbanos que me contaron lo complicada y secreta que era su estructura interna para evitar las infiltraciones. Igual que los talibanes este grupo armado rechazaba a la prensa internacional a la que consideraba colaboracionista del estado que atacaban.


Aquel año Perú alcanzó el 1.500% de inflación. No llegó al 24.000% de Bolivia de cuatro años antes o de Serbia en los años noventa en las que los precios de los supermercados se alteraban antes de llegar a las cajas de pago, pero era prudente cambiar intis por dólares en cantidades pequeñas para no perder capacidad adquisitiva.


Una mañana andaba por el Jirón Unión, el paseo Independencia de Lima, cuando sentí que alguien me agarraba de la muñeca e intentaba arrancarme el reloj. Era un hombre de aspecto desarrapado que llevaba un niño paupérrimo de corta edad en brazos. Al no conseguir su objetivo me pidió excusas con la mirada y me hizo el gesto de silencio antes de bajar la cabeza y continuar su camino.


La gente desesperada se aglutinaba en aquellas calles céntricas a las que nunca iban los limeños de los barrios altos. Siempre que contaba alguna de estas anécdotas en ambientes más pulcros económicamente hablando aparecía la voz del listo de turno que afirmaba que eran personas que no querían trabajar. Siempre que hablaba de lo que estaba pasando en el interior del país, desviaban la atención o simplemente comentaban que aquel retraso de siglos obedecía a la idiosincrasia indígena y a su vagancia genética. Un día me enfurecí ante algunos comentarios racistas y dije sin medir las palabras: “entenderéis lo que pasa en vuestro país el día que Sendero Luminoso os ponga las bombas debajo de vuestras terrazas”. Años después aquellos barrios sufrieron una intensa campaña terrorista.


Entre la violencia y el caos económico (Reportaje publicado el 22 de enero de 1989)

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