Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

El guerrillero que quería ir al asilo



Tinta de Hemeroteca vuelve a la actividad. Y lo hace con uno de esos personajes raros, raros, Florencio Mascarey. Bien pudiera haber sido el último guerrillero carlista. Tenía 83 años cuando apareció en el periódico, en un reportaje de 1929. Al final del texto, Emilio Colás pedía al alcalde de Zaragoza que hiciera algo por él. Lean, lean.

Corren los años de 1850 al 52. En Zaragoza hay un muchachito -Florencio Mascarey Fauquier- que vive con sus padres en la calle de Predicadores. Florencio es aprendiz de sastre. Pero mal sienta el oficio sosegado y tranquillo a su temperamento belicoso. El muchachito se quema ya en la hoguera de un ideal, no bien definido todavía. ¿Carlista? ¿Republicano...? El no puede precisarlo entonces... Sólo sabe que por sus venas corra una sangre generosa que está bien dispuesta al sacrificio. Siente ansias de lucha, en una palabra, y es que la época, con todo su romanticismo, le ha inflamado un bello espíritu de redención.

Florencio traba amistad con un tal Santiago, hombre retraído y sagaz, que presta sus servicios como criado de confianza en la casa de un procer carlista, de don Francisco  Cavero. Y este Santiago, una noche, hace partícipe a Florencio de una escena que habrá ya de influir poderosamente en el ánimo del muchachito belicoso. Santiago conduce al aprendiz de sastre a la calle de Santa Catalina. Y allí, por una puertecita que se abre en las sombras, penetran ambos: en un patinillo de la casa de don Francisco, el prócer carlista. Ya en el patio, por unos escalones carcomidos, descienden a un sótano, en el que se apilan cien, doscientos... ¡quién sabe cuántos fusiles! Florencio ha quedado deslumbrado por este recóndito y clandestino depósito de armas. El viejo Santiago, ladinamente, sonríe. Y viene lo inesperado. Comienzan a llegar al patinillo hombres embozados, misteriosos, quienes, después de cruzar unas palabras de inteligencia con Santiago, reciben de manos de éste un fusil.

Florencio presencia este reparto de armas con el ánimo un poco sobrecogido. Pero unas copas de Cariñena bien pronto le devuelven la serenidad. Y allí mismo, en tal

punto y hora, queda sellado un pacto de amistad entre el fiel criado de don Francisco Cavero y el humilde y obscuro aprendiz de sastre...

Florencio ha entrado ya al servicio de las armas y está en Madrid, en el regimiento de Caballería de Castillejos que se aloja en el cuartel de la Montaña. El muchacho aragonés ha demostrado ser un excelente militar y ostenta ya en las mangas del uniforme los preciados galones de sargento. Es un bravo y marcial sargento, Florencio Mascarey. Tanto, que, un buen día se fija en él un comandante, don Blas Sancho.

-¡Muchacho! -le dice- ¿Puedo contar contigo?

-¡Con alma y vida, mi comandante!- contesta Mascarey-.

-Bien. Entonces necesito de ti. Aquí tienes este papel. Busca unos cuantos compañeros de tu clase. Unos cuantos sargentos...

-Y... ¿puedo saber para qué? -pregunta respetuosamente el subordinado-.

El comandante Sancho vacila, antes de decidirse... Pero tal expresión de nobleza adivina en el rostro de Mascarey, que decide jugarse el todo por el todo.

-Sí. Voy a decírtelo... Necesito unos cuantos valientes para salir a las calles, para alzarnos contra el Gobierno...

Florencio Mascarey queda un poco perplejo ante tal declaración. El no tiene en realidad todavía ningún ideal. Ha permanecido un poco all margen de todas las luchas políticas

de la época. Le han dicho que tenía que servir a la Reina, y la sirve en la medida de sus fuerzas y sus disciplinas. Pero, sin duda -piensa- esto de cambiar de Gobierno puede traerme acaso alguna ventaja. Y da su palabra al comandante, de reclutar el grupo de levantiscos. Un alzamiento más, en la época de los alzamientos y las cuarteladas. Mascarey habla con sus compañeros y logra ganar la voluntad de varios sargentos. Treinta en total, que estampan sus firmas en la hoja de papel entregada por el comandante. Cuando se la devuelve a éste, Mascarey se entera con la natural sorpresa de que se trata de dar el grito de ¡Viva la República!

-Mañana, a las diez -dice don Blas Sancho a Mascarey-, que estén todos preparados. Yo me pondré al frente y saldremos a la calle. Cuento ya con dos o tres batallones de Infantería y muchos ciudadanos.

¡Vaya ilusión! Cuando al día siguiente Mascarey y sus veintinueve compañeros, montados en briosos corceles, salen a la calle a la hora señalada en busca del comandante, éste no aparece por parte alguna. Los sargentos cruzan las calles de Madrid entre la indiferencia de uno, y la rechifla de otros. Mascarey está desesperado. Sus compañeros no cesan de advertirle...

-¡Traición! ¡Nos han hecho traición!

Entonces acude a la memoria del sargento aragonés el recuerdo de aquel reparto de armas para los carlistas, que hubo de presenciar en la calle de Santa Catalina, de Zaragoza. Y rápido en la decisión y pensando que puede pagar con la vida su intentona revolucionaria, sale de Madrid a uña de caballo y galopa sin cesar. ¡Allá va Mascarey, caballero andante de un ideal no definido todavía...!

Como una exhalación atraviesa pueblos y aldeas. Sus paradas son únicamente para informarse por algunos paisanos que encuentra en su camino de la situación de las tropas carlistas. Hasta que llega a Cantavieja, y vislumbra a lo lejos el campamento de don Francisco Cavero, capitán general de las tropas de don Carlos. Ya se adivinan los primeros centinelas por las gorras que destacan su colorido en la lejanía.

-¡Alto! ¡Quien vive...!

-¡España! -contesta Mascarey- ¡Uno como vosotros, que se pasa del Gobierno!

Mascarey es recibido en las filas carlistas con todos los honores. Don Francisco Cavero le confiere el grado de teniente y bien pronto el bravo militar se distingue por sus hazañas.

¡Ya llegó el ideal soñado...! Sin duda, Florencio Mascarey había nacido para la pelea. Hasta que en una fatídica batalla, en Santa Cruz de Nogueras, el capitán general carlista y todo su Estado Mayor caen prisioneros.

Don Francisco Cavero es desterrado a Francia y Mascarey sufre igualmente la pena del destierro. Tres meses dura esta situación, durante la cual el antiguo aprendiz de sastre aprende que en la vida, los mayores secretos no deben estar ni aun con nosotros mismos, si hemos de conservarlos. Un día y otro presencia cómo don Francisco Cavero prende fuego a todos los papeles que caen en sus manos. Y cuando llega la soñada libertad le entregan a Mascarey el pasaporte y cien francos, para que pueda volver a su Patria.


Envío para el Alcalde Mayor, don Miguel Allué Salvador:

Mi respetable y querido amigo:

En estos últimos años ha sido uno de los asilados del Amparo, Florencio Mascarey. Es ya un viejecito. Ochenta y tres años. Casi, casi un inválido, por los achaques y porque estuvo a punto de perder una pierna, atropellado por un carro. Mascarey era feliz en el Asilo. Desempeñaba una plaza de guarda de jardines. Y todos los días, con su cayadita, marchaba al barrio del Castillo, para pasar unas horas en los jardinillos de las Escuelas situadas frente a los Carmelitas. Por este servicio ganaba Mascarey, como todos los asilados que desempeñan cargo análogo, veinticinco céntimos diarios. ¡Un real! Con cuya cantidad se consideraba feliz el antiguo guerrillero; porque en posesión de tal suma podía permitirse el placer de un rato de charla en cualquier tenducho, frente a un vaso de vino, rememorando sus antiguas aventuras ante un agrupo de infortunados como él. Pero es el caso, señor Alcalde, que Mascarey tuvo hace días una pequeña debilidad. Fiado en las voces de sirena engañadora que a sus oídos deslizaron algunos familiares, el viejecito abandonó el Asilo. Siempre es mejor, a no dudarlo, el calor, de un hogar.

¡Otro alzamiento frustrado ha sido éste, para el buen Mascarey! Cuando se vio en la casa de sus parientes comprendió que allí no podría ser otra cosa que un estorbo, que una carga importuna y molesta, a la que se arrincona de un puntapié para que no fastidie. Y el buen viejo, con lágrimas en los ojos, nos ha rogado que intercedamos por él. Quiere volver al Asilo. Quiere, sobre todo, recuperar su "canonjía"; su cargo de guarda de jardinillos públicos. Ignoramos el sentido del Reglamento que rige en el Asilo municipal. Acaso sea -como todas las cosas oficiales- demasiado frío y riguroso. Pero éste es un caso excepcional, señor Alcalde. Usted -tan ecuánime y sensato- habrá de comprenderlo. ¡Si Mascarey abandonó el Asilo fue, sencillamente, engañado. Igual, exactamente igual que, cuando al frente de un grupo de sargentos, se lanzó a la calle a gritar ¡Viva la República!

Yo no sé más que una cosa. Que se trata de un personaje de nuestra Historia. Personaje humilde, desde luego, pero merecedor de toda nuestra simpatía. Que se halla desvalido

de toda protección, recogido por caridad en una pobre morada, donde ya no pueden hacer más por su infortunio. Porque en las casas de los pobres, las fuerzas están siempre

limitadas, aunque la voluntad sea muy grande. Haga usted que Mascarey, que este antiguo guerrillero pueda volver nuevamente al Asilo. Una obra buena, para usted que tantas hace, no puede suponer dificultad mayor. En sus manos pongo la suerte de este hombre. De este pobre hombre que en su juventud luchó, sufrió y alimentó un ideal.

Quedan ya tan pocos idealistas, señor alcalde, que bien vale la pena de honrar al que supo serlo. Equivocado o no, que esto es lo de menos. Un superviviente de aquel retablillo nacional español, tan lejano... Y esto es lo principal. Con la mayor devoción...

Emilio Colás Laguía.


Ya no se volvió a hablar de Mascarey en el Heraldo, así que intuyo que el problema no se solucionó.


Y mañana...

El poeta que deslumbró a Labordeta

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