Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

La sede de los templarios en Zaragoza

Temple
Temple



Milagros Heredero, la autora de la serie de reportajes sobre las calles zaragozanas publicada en Heraldo a finales de los 60, había titulado esta entrega como "La (calle) del Temple no ha cambiado su nombre jamás". Y yo iba a respetarlo hasta que caí en la cuenta de que muchas otras calles zaragozanas no han cambiado de nombre nunca, y que lo que verdaderamente hacía única a esa calle es que es verdad que allí, en tiempo inmemorial, fijaron su 'casa' los templarios. Todo ello ha dado pie a numerosos rumores y leyendas, pero -y aquí he de realizar mi aportación personal-, es indudable que los templarios estuvieron allí. Hace 15 o 20 años, cuando daba mis primeros pasos en esto del periodismo, estuve haciendo un reportaje de un solar donde se había hecho una excavación arqueológica de urgencia porque se iba a construir allí un edificio. En el subsuelo habían aparecido los cimientos de una iglesia pequeñita que, al ser de planta circular, evidenciaba haber pertenecido a la Orden del Temple. Si la memoria no me falla, estaba ya casi en el final de la calle, cerca de la plaza del Justicia. De que el Torreón Fortea tiene antecedentes templarios, la verdad es que no sabía nada. Y aparece aquí esa leyenda de pasadizos secretos subterráneos en el casco viejo de Zaragoza...

Pero vayamos con el reportaje de cómo era la calle en 1969, hace 41 años: 

¡Qué sombría es la calle del Temple! A pesar de su corto y torcido caminar, resplandecido por dos brillantes plazas, la de San Felipe en su comienzo y la de San Cayetano en su fin. La calle del Temple

mantiene un espíritu oscuro, hermético, un tanto medieval, como alguno de sus recuerdos. El torreón de Fortea, por ejemplo. Hablando con la gente que la frecuenta, cosa rara, la calle del Temple se escapa más y más de las manos. Y, en lugar de dejarse dibujar por las palabras, da la impresión de que éstas la desfiguran, la despistan en la mente de quien trata de conocerla. Rodeada de antiquísimos palacios, de viejas iglesias, de tránsitos y de historia, la calle procura mantener para sí un profundo silencio. El silencio que la ha envuelto la mayor parte de su vida, aunque haya teñido temporadas en que tal o cual número se hayan hecho muy conocidos y no siempre por circunstancias radiantes. La calle del Temple desliza su quehacer a la chita callando.

Desde hace poco más de un mes existen unos inmuebles desahuciados. El nueve, que fue hogar de sordomudos y domicilio social de pescadores. El ocho y el diez, que hace dos de la calle de Contamina.

Unos maderos robustoss y cruzados apuntalan las casas. El vecindario tiene todavía en las retinas la imagen de los inquilinos emigrando a otros lugares. La del guardia, que hasta el día de Nochebuena

estuvo vigilante, cuidando de que el orden reinara en medio del estropicio. Acerca de todos estos graves incidentes, causados por filtraciones de agua, y puesto que éste de hace mes y pico no ha sido el único, los habitantes de la calle hacen cábalas sobre su propia situación. Unos se muestran socarrones y otros optimistas. Mejor.

Miguel Grada es uno de los más antiguos industriales de la calle del Temple. Aunque él es plenamente joven, la cestería que tiene la heredó de su padre y éste de su abuelo.

-Es algo ya familiar, que considero tan mío...

Hablando de la calle del Temple y de su peculiar misterio, el señor Gracia me describe el sótano de su propia casa.

-Ahora ya no lo utilizo; antes lo necesitaba para almacén de escobas. Oiga, siempre llamó mi atención, porque tenía unas verjas de hierro extrañísimas y estaba muy hondo, muy hondo...

-¿Impresionaba?

-A mi, no. He nacido en él, como quien dice. Pero lo más raro era que tenía como una especie de asientos enclavados en las paredes. No sé... Parecía como una cárcel. Ahora creo que está todo

condenado. Se decía que había galerías subterráneas que llevaban hasta el Coso. ¡Vaya usted a saber...!

Tal vez viejas mazmorras donde flotaban las truncadas esperanzas de sus moradores. Las esperanzas del señor Gracia referentes a la calle del Temple no se puede decir que estén tan truncadas, aunque tampoco resplandecen.

-No sé -me dice-. A lo mejor terminan por despacharnos a todos... Si bien, sobre el fin de las casas y de la calle, nadie ha pronunciado la última palabra. El movimiento de la calle, por ejemplo, había ido

notablemente a más con el feliz nacimiento del puente de Santiago. Ahora, naturalmente, está detenido, apuntalado también por los robustos maderos que crucifican la calle.

La calle del Temple no es comercial, por cierto. Unas cuantas pequeñas industrias de lo más diverso se han reunido allí como hubieran podido hacerlo en cualquier otra parte. Hay y hubo en ella un marmolista que hacia lápidas; unas confecciones, unos almacenes de maquinaria, otros de plátanos, la cestería del señor Gracia, una agencia de transportes que todavía mantiene el cartel de "recadero diario a Madrid". También he visto una peluquería de caballeros, un bar y un taller de reparaciones de imágenes. Este va a ser mi objetivo. Puede que sea el único que existe, hoy por hoy, en nuestra ciudad. El restaurador es Miguel Gómez, que también confecciona unos relieves en escayola de dibujo moderno. Miguel Gómez reúne dieciocho años de trato con esta esquina de la calle del Temple

y plaza del Justicia. Le veo rodeado de cientos y cientos de

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