Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

La tragedia ferroviaria del tren correo

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Hoy, otra catástrofe ferroviaria registrada en Aragón. En febrero de 1918, el correo de Barcelona y un tren ganadero chocaron entre Binéfar y Tamarite. Hubo 10 muertos y una treintena de heridos:

A primera hora de la mañana comenzó a circular en esta ciudad la noticia de que había ocurrido una terrible catástrofe ferroviaria entre las estaciones de Binéfar y Tamarite. Se decía que el choque de trenes había sido tan violento, que el número de muertos y heridos era considerable. Efectivamente, pronto se supo que el correo de Barcelona a Zaragoza, en el que iban muchos viajeros, había chocado con otro tren ganadero procedente de Zaragoza.

Llegaron las primeras noticias del lugar de la catástrofe confirmando la magnitud de ésta. Ocurrió el choque en el kilómetro 141 al 142. Hasta las ocho de la mañana iban extraídos ocho cadáveres. El gobernador civil, noticioso de la catástrofe, se trasladó en automóvil a Borja para esperar al ministro de Instrucción Pública, señor Rodés, por no alcanzar a esta provincia el suceso.

Los viajeros iban descansando. Los dos trenes marchaban a gran velocidad y el choque fue tan violento que las máquinas quedaron empotradas y los vagones convertidos en un montón de astillas. Entre los viajeros se produjo enorme pánico. Algunos consiguieron salir de debajo de los coches y se apresuraron a prestar auxilio a los heridos.

Se dice que la catástrofe fue motivada porque el maquinista del tren ganadero se negó a parar en la estación de Binéfar, y siguió la marcha en la creencia de que el tren correo de Barcelona aguardaría en la de Tamarite.

A las cinco y media de la mañana ya estaba organizado en la estación el tren de socorro, con material y personal sanitario, una sección de la Cruz Roja, empleados y obreros y representantes de la autoridad. El maquinista del tren correo regresó a Lérida en el tren de auxilio. Tiene heridas leves y después de ser curado regresó a su casa. Bajo la impresión de la catástrofe y todo el cuerpo dolorido, se encuentra postradísimo y habla con gran dificultad. Refiere que al ver el tren ganadero que venía con dirección contraria al correo, comprendió que el choque era inevitable. Ante la inminencia del gravísimo peligro exclamó: '¡Estamos perdidos!' y se arrojó de la máquina. Al maquinista le cayó encima la caja de las grasas, mechas y herramientas que lleva en la máquina y permaneció inmovilizado debajo de ella hasta que pudo ser auxiliado.

Al fogonero, apellidado Solsona, le cayeron encima briquetas de carbón que le lastimaron. Tiene contusiones, pero son más leves que las del maquinista. Cuenta también éste que al advertir que el tren ganadero se echaba encima del correo, venía el primero sin fogonero ni maquinista.

He hablado también con D. Emilio Marcellán, cura castrense que viajaba en el correo. El señor Marcellán es hijo de Huesca. Está de capellán en el batallón de cazadores de Mérida y venía a esta población para ver a su señora madre, que se encuentra enferma. Me ha referido que partía el alma el cuadro de horror subsiguiente al choque de los dos trenes. En la noche oscurísima, más oscura todavía por el efecto de la espesa niebla que envolvía el lugar de la catástrofe, solo se veía informe montón de unos coches empotrados en otros, formando montones de astillas.

A los ayes lastimeros de los heridos y moribundos se unían las imprecaciones, los gritos incoherentes de los viajeros ilesos, enloquecidos por la angustia y el espanto.

-Fue una cosa dantesca -dice el cultísimo sacerdote.

Y sus ojos expresan todo el horror de los horrores vividos horas antes en el descampado, junto a los muertos y los heridos, en el seno de la noche trágica y pavorosa.

Después de pasarse la mano por la frente como para ahuyentar la visión espantable, el señor Marcellán prosigue su relato.

Me cuenta que los heridos, como los ilesos, alelados por el terror, se replegaban en el fondo de los coches, negándose porfiadamente a salir de allí.

Fue preciso que el señor Marcellán, acompañado de un capitán que viajaba también en el correo, y ayudados por la pareja de escolta obligaran a aquellos pobres seres a salir de sus refugios.

Creció el horror entonces. Empezaron a arrastrarse como reptiles hombres y mujeres, cadavéricos, verdaderos espectros, que presentaban horribles mutilaciones, heridas monstruosas.

El primer herido que pudo distinguir el señor Marcellán tenía el muslo atravesado por un hierro bastante grueso. Partida por completo la tibia de la otra pierna, pendía el pie como una sanguinolienta piltrafa.

El infeliz -el herido era un hombre joven- pedía a gritos un revólver para librarse de tan terrible tormento.

El señor Marcellán, con una presencia de ánimo verdaderamente asombrosa, ejerció las funciones de su sagrado ministerio prestándoles los auxilios espirituales a aquellos heridos cuya gravedad hacía inminente un funesto desenlace.

Cumplida esta piadosa tarea, dedicóse con otros viajeros a auxiliar a los heridos menos graves.

En esta operación distinguiéronse tres extranjeros que viajaban clandestinamente en cierta dependencia reservada de uno de los últimos coches.

Con abnegación y entereza dignas de alabanzas mayores organizaron los trabajos de salvamento. El proceder de los extranjeros ha merecido elogios unánimes. Se pide para ellos una recompensa.


Y mañana...

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