Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

El cierzo y el accidente aéreo de Valdespartera

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Zaragoza tuvo un papel destacado en la historia de la aviación a principios del siglo XX. Por la capital aragonesa pasaron muchos de los pioneros más famosos y, lamentablemente, algunos de ellos incluso perdieron aquí la vida. Esta es la crónica que se publicaba a finales de abril de 1920:

El capitán inglés Collier, aquel audaz que el domingo pasado, mientras se celebraba la fiesta de los toros, apareció inesperadamente en nuestro cielo, surcando los aires con serenidad y seguridad maravillosas, acaba de sucumbir, víctima de un accidente. Y con él un joven oficial de caballería de los recién llegados a Zaragoza como alumno de la aún no instalada escuela de aviación militar.

La tragedia había sido rápida y brutal. Volaban el capitán inglés y su pasajero, confiados y animosos. Momentos antes habían cruzado sobre la ciudad, provocando ese clamoreo admirador que arranca el vuelo de un aeroplano. Y cuando hacían intrépidos ejercicios de acrobacia, el motor que se para en seco, una lucha homérica para mantener al aparato en equilibrio, una brutal racha de viento, el aparato que se incendia y las dos valerosas juventudes destrozadas en un momento de suprema grandiosidad terrible.

¡Pobre capitán Collier! Hizo la guerra. Y durante ella logró fama por su intrepidez y su dominio del aire. Las balas y los huracanes le respetaron. Y ha venido a morir lejos de su patria, lejos de los grandes peligros, en la pacífica Zaragoza y en un bello crepúsculo primaveral.

En cuanto al teniente Bernáldez, su mala estrella no le ha permitido pasar del aprendizaje. Era un muchacho fuerte y arrogante, lleno de salud y de optimismo. Sus ojos claros decían lealtad y nobleza.

La casualidad nos permitía conocerle personalmente. Su alma romántica ardía en todos los nobles anhelos y amaba todas las cosas caballerescas.

Al llegar a Zaragoza, vino a esta casa del HERALDO. Gustaba de alternar las horas de alta tensión cruzando el espacio con las horas de apacible sosiego interior consagradas a la literatura. Y vino a decirnos que quería ser de los nuestros, colaborar en el HERALDO, porque las letras lo apasionaban tanto como la milicia y la aviación. 

¡Pobre mozo romántico y optimista! La desgracia ha segado brutalmente sus nobles ensueños. La horrible tragedia produjo sensación enorme. La ciudad entera llora con dolor sincero por el capitán inglés y por el teniente español.

A nosotros nos nace también de la raíz del alma el dolor por la muerte trágica de los dos caballerosos oficiales. 

De cinco y media a seis de la tarde un automóvil llegó a gran velocidad a la plaza de la Constitución. Se encontraban en este lugar casualmente el médico señor Noailles y, como los que iban en el automóvil lo conocían, le rogaron que les acompañase sin dilación a Valdespartera. Ante la actitud interrogante del señor Noailles, los del automóvil le dijeron con gran precipitación y con el menor número de palabras posible que en Valdespartera había ocurrido un grave accidente de aviación y que eran necesarios sus servicios médicos. El señor Noailles no preguntó más y marchó en el auto, que tomó a gran velocidad el camino de Valdespartera. La breve conversación sostenida entre los del automóvil y el señor Noailles bastó para enterar a dos o tres personas, que difundieron la noticia.

En poco menos de diez minutos, en la ciudad no se hablaba de otra cosa; había ocurrido un gravísimo accidente de aviación en Valdespartera, a consecuencia del cual habían muerto dos aviadores.

Nosotros salimos en automóvil para el lugar del suceso, dispuestos a cumplir nuestra misión de informadores. Muchos automóviles seguían la misma dirección.

En el lugar del suceso pronto en Valdespartera se reunieron el capitán general, el gobernador, el alcalde, el juez de guardia, señor Valverde, y otras autoridades. Todos se hallaban agrupados en torno a los restos de la terrible catástrofe. Era una hondonada próxima a la vía del ferrocarril de Cariñena. Allí se veía el aparato completamente deshecho. Las lonas y el armado habían sido pasto de las llamas.

Los hierros estaban también machacados y destrozados a consecuencia del violento golpe. Muy cerca del aparato estaban los dos cadáveres, cubiertos por una sábana cada uno. Las puntas de las sábanas estaban sujetas por piedras. Bajo este sencillo sudario yacían el valiente capitán de artillería inglesa Tessimon Collier y el aviador español Fernando Bernáldez Valcárcel, víctima de la catástrofe de ayer.

Recordarán nuestros lectores que el capitán Collier había llegado a Zaragoza hace ocho días precisamente. Tripulaba un aparato Nieupport, el mismo del accidente, acompañado por el aviador español don Antonio Sanz, dueño del aparato. Tenían el propósito de realizar numerosos vuelos sobre la ciudad y de efectuar algunas experiencias, tomando como campo de aviación Valdespartera.

El rudo viento reinante durante toda la semana pasada tuvo a los aviadores inactivos. Impacientes y llevados de su vocación, apenas paró un poco el aire se lanzaron sobre el aparato con el entusiasmo de una verdadera vocación demostrada en mil ocasiones y con riesgo de la vida.

El aparato no era de los más seguros, pero Collier, fiado de su pericia, hubiera sido capaz de realizar con él los vuelos más arriesgados.

Collier había realizado varios vuelos magníficos con diversos pasajeros. Varias veces pasó sobre la ciudad gallardamente, siendo admirado por todos. Hacia las cinco y media de la tarde se dispuso Collier a realizar su último vuelo, con el teniente español Fernando Bernáldez Valcárcel.

Bernaldez Valcárcel sentía hondamente su vocación y era arriesgado y decidido, como hombre joven, valeroso y entusiasta. Le pidió a Collier que realizase ejercicios de acrobacia. Collier, a pesar de su valor demostrado, le dijo que no era oportuno lo que pedía. El aparato acaso no respondiese, y además comenzaba a levantarse fuerte viento. Bernáldez insistió y Collier era hombre de los que se hacen poco de rogar cuando se trata de probar el valor. Collier y Bernáldez se remontaron por los aires sin alejarse mucho del radio de Valdespartera. De pronto los escasos espectadores que había en el punto de partida advirtieron un descenso rápido y anormal acompañado de un cabeceo poco tranquilizador. También se advirtió esto mismo desde algunos puntos altos de la ciudad.

Collier logró restablecer el equilibrio un momento. Se veía que había vencido en lucha tenaz con una racha de viento. En este instante el aparato volvió a funcionar normalmente.

Las alas iban paralelas a la tierra. Una segunda racha de viento sobrevino entonces y al rudo embate el aparato volvió a cabecear, se inflamó la esencia del motor y descendió rápidamente. La catástrofe era inevitable ya. Angustiados y sin poder remediarla la presenciaron algunas personas.

El joven aviador español D. Antonio Sanz, dueño del aparato y discípulo de Collier con Álvarez Guillén, que estaba próximo al lugar donde cayó el aparato, se precipitaron a auxiliar a las víctimas. Desgraciadamente no podían recibir auxilio alguno. De entre las llamas extrajeron los cuerpos de Bernáldez y Collier. El primero estaba totalmente carbonizado. Las ropas, los documentos, todo aparecía reducido a cenizas. Solo se encontró el número de la guerrera, que era de metal. Además, estaba horriblemente mutilado. Collier tenía las piernas y el vientre carbonizados y la cabeza destrozada. En los bolsillos de la ropa de mecánico llevaba varios retratos y un rosario que perteneció a su esposa y se lo regaló cuando era prometido. Lo consideraba como un amuleto y nunca realizaba un vuelo sin llevar el rosario.

La impresión de los amigos que se hallaban presentes fue terrible y todas las palabras resultan frías para describirla. En el lugar del suceso se personó poco después el juez militar, señor Anel, acompañado de D. Fausto Gavín. Los jueces de instrucción de los dos distritos también estuvieron en el lugar do la catástrofe, aunque no llegaron a intervenir por tratarse de dos militares.

A las siete de la tarde los cadáveres fueron trasladados en un camión al Hospital militar, donde los velaron toda la noche en la capilla ardiente los profesores y compañeros de la Escuela de Aviación.

Antes del vuelo trágico el capitán Collier hizo otros dos, con distintos pasajeros. Primeramente le acompañó en una breve correría por el aire el teniente coronel de Caballería señor conde de Gabardá.

El teniente coronel Cavero estaba con su regimiento haciendo prácticas regimentales en un campo de la carretera de Madrid. Y como tenía desde hace tiempo vivísimos deseos de volar, aprovechó un descanso dado a la tropa para dirigirse con otros jefes y oficiales al campo de aviación. Llegó a Valdespartera cuando el capitán Collier se disponía a remontarse acompañado de otro pasajero. Como el conde tenía que volver pronto al lado de sus tropas, le rogó al otro pasajero que le cediese la vez, y éste accedió gustoso. Montó en el aparato con el capitán Collier e hicieron un vuelo magnífico, sin el menor incidente. Cruzaron la ciudad y el río llegando hasta los montes de Juslibol, aterrizando felizmente en el punto de partida.

El conde de Gabardá quedó verdaderamente maravillado de esta correría aérea y de la pericia y serenidad del piloto inglés. Después subió con el capitán británico el señor Fontova, joven delineante de la oficina municipal de obras. Este señor recogió la última firma del infortunado capitán Collier, al tomar tierra después de realizado un corto vuelo con toda felicidad. Inmediatamente después de haber

volado el señor Fontova remontóse con el capitán Collier el teniente Bernáldez, quien al subir al aparato le entregó su gorra de uniforme al señor Fontova para que se la guardase hasta el descanso. Fue éste el vuelo trágico que costó la vida a los dos infortunados militares.


Y mañana...

¿Quién mataba las palomas del Pilar?

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