Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

El fantástico timo de las monedas de dos céntimos

timo
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El texto de hoy hará las delicias de todos aquellos que buscan el sabor de las crónicas añejas y del periodismo de principios de siglo. Hay muy poco que decir. Lean lo que se publicaba a finales de marzo de 1902:

Los Rinconetes y Pablicos de nuestras doradas edades, varones sobresalientes en les peores artes, alcanzaron suerte mejor que muchos honrados padres de familia que, al desfilar hacia otra vida, apenas sí dejaron un particular recuerdo que acabó con su linaje. Cervantes y Quevedos no faltaron para perpetuar en caracteres imborrables las proezas de los satélites de Monipodio y del extraordinario buscón. Y menos mal si sus sombras hubieran quedado para siempre encerradas en tan hermosas páginas da la española literatura, para solaz de desocupados y manjar sabroso de refinados gustos. Peor cien veces es que vaguen por el mundo, cobijándose de cuando en cuando en 'lo interior' de seres que, por sus agudezas en el ejercicio del mal, parecen criados a los pechos de aquellos sus renombrados antecesores.

Cortadillos y Rinconetes, Guzmanes y Pablicos, hacen correrías fuera de las páginas que a la perfección los retrataron: en pleno mundo, en todas partes, viviendo a costa de un ingenio puesto al

servicio de pecaminosas ocurrencias. Va a demostrarlo un sucedido que la vida local registró en fecha cercana. Siga el lector leyendo y se convencerá de que un golpe tan habilidosamente preparado, no desmerece de las pintorescas truhanerías que aquellos ingenios ilustres atribuyeron a los héroes de sus novelas picarescas.

La escena tiene lugar en un comercio situado en calle céntrica. Varias señoras se apoyan en el mostrador, revolviendo telas y cintejos, con caras en que se suceden los gestos propios de un momento de compra, tan difícil para las mujeres. Los mancebos solícitos y dicharacheros. El principal, serio, paseándose en toda la longitud del establecimiento.

Penetran en la estancia dos caballeros... a juzgar por las apariencias.

-¿El dueño de la casa?

-Servidor de ustedes. (Muy señor nuestro. -Tanto gusto... etcétera).

-Venimos a pedirle un favor. ¿Usted tiene monedas de las de doble céntimo?

-Algunas, tal vez.

-Se trata de lo siguiente: para un trabajo especial de ingeniería necesitamos reunir una importante suma de esa moneda, que es la que más cantidad de cobre contiene, proporcionalmente a su tamaño, y la que de modo exclusivo sirve a nuestro objeto. ¡Nosotros las pagaríamos desde luego, cada una, a dos reales!...

El principal abre el párpado. Como buen comerciante, adivina en un instante todo un negocio. Con apresuramiento abre un cajón, busca las monedas de dos céntimos y resultan, aproximadamente,

cincuenta. Importe de todas ellas: una peseta. Los caballeros -pase la palabra hasta que los conozcamos- entregan, peseta sobre peseta, hasta veinticinco.

Golpe final de los caballeros:

-Nosotros no conocemos la población. Necesitamos muchísimas de estas monedas, todas las que aquí podamos encontrar. ¡Las pagaremos al mismo precio! ¿Sería usted tan amable que se encargara de proporcionárnoslas?

-¡Con muchísimo gusto!

-Servidores de usted.

-Estoy a sus órdenes.

Han pasado veinticuatro horas. El comerciante, sin dejar el asunto de la mano, circula la advertencia de que adquirirá cuantas monedas de doble céntimo le presenten, pagándolas a un real. Esto es: partiendo la ganancia. Comienzan a llegar remesas. Invierte el interesado de cuatro a cinco mil pesetas en ellas... Los caballeros no comparecen más.

Pasan otros días...

Y tampoco comparecen.

En este momento preciso hay que despojarles de la investidura de caballeros para incluirlos en la numerosa orden de los rufianes.

Acabó por convencerse el comerciante -¡oh, dolor!- de que los tales sujetos eran los mismos que le habían preparado el golpe y las remesas... para sacarle bonitamente unos miles de reales...

¿Verdad, lector, que aun cuando el hecho sea censurable y punible, no por esto deja de revelar una fina agudeza?

¡Cómo se habrán sonreído, desde sus historias, los cofrades del señor Monipodio, el pícaro Guzmán de Alfarache y el tan conocido buscón don Pablos!

A buen seguro que el lector -buena persona y todo- se sonreirá también, una vez conocido timo tan ingenioso.


Pues sí, no deja de ser un delito pero, como dice el saber popular, la avaricia rompe el saco. El golpe está muy bien pensado, y requiere un riesgo previo: las veinticinco pesetas que se pagan religiosamente como cebo. Luego, es la avaricia del timado la que va subiendo por sí misma la medida del 'golpe'.

La verdad es que todos estos golfos, timadores y caraduras de principios de siglo, que robaban sin derramar una gota de sangre, y a menudo aprovechándose de los pecados ajenos, tienen un atractivo especial. Caen simpáticos, aunque eran delincuentes, ¿no les parece?


Y el lunes...

El asesinato de la estanquera de la Magdalena

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