Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

"Canelo" y los seis pequeños héroes del barrio de Delicias

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Tenía pensado guardarme esta historia para dentro de unas semanas porque, al fin y al cabo, se trata de un bonito cuento navideño, e incluso se publicó el día de Reyes de 1933. Pero no he podido resistirme a la tentación de darla a conocer ya y ver si, como cuando se lanza al mar un mensaje en una botella, aparece alguien que nos cuente qué vida llevaron estos niños, que en su día recibieron tratamiento de héroes. Así lo contaba HERALDO:

Este "Canelo", protagonista de nuestra pequeña historia, era -y es, si todavía no se ha muerto- un hermoso ejemplar de la raza canina. Un perrazo enorme, cuyos colmillos bien afilados constituían la mejor defensa de una torre de Garrapinillos. A "Canelo" le trataban sus propietarios con el mayor regalo. Pero "Canelo" no se sentía francamente feliz. Echaba de menos la libertad. Ansiaba ver mundo, alternar con los canes desarrapados que andan hociqueando todo el día en busca de un mal mendrugo o de un hueso que roer. Claro que en esto "Canelo" no se diferenciaba gran cosa de los seres racionales, ya que todos apetecemos precisamente aquello que nos falta. Y así se deslizaba la existencia de "Canelo" un día y otro, rumiando sus pensamientos y ladrando a todos los visitantes de la torre. Pero sujeto a la cadena de día y de noche. Una cadena que, más que atenazarle el cuerpo, oprimía sus ansias de liberación.

Hasta que una tarde, sin que podamos precisar cómo, "Canelo" se vio suelto y libre. ¡Como tantas veces había soñado!... Y, naturalmente, salvó la cerca de la torre de un salto y se plantificó en la carretera, camino de nuestra ciudad. Hasta que llegó al barrio de las Delicias. Cuando "Canelo" sé encontró en la avenida de Madrid se desorientó un poco. Era a la caída de la tarde, y las luces de los escaparates de las tiendas, los bocinazos de los automóviles y el tintinear de los tranvías acabaron por desconcertarle. Tenía que suceder lo que fatalmente sucedió después. El pobre perro, aturdido, en una de sus idas y venidas por la ancha calle, se encontró de repente bajo las ruedas de una mole inmensa, de algún camión o de algún autobús. Allí quedó "Canelo" medio exánime, en un charco de sangre, lanzando aullidos lastimeros. El infeliz había pagado caro su afán de libertad. Era un perro de torre, de campo y de paz; la ciudad le resultaba demasiado estrepitosa. Por fortuna, el atropello no había sido mortal. ¿Pero adónde iba ni cómo llegaba hasta su caseta de la torre de Garrapinillos, el desventurado "Canelo"?  El pobrecillo se acurrucó junto a la cuneta y esperó... Fue entonces cuando sintió, acaso por vez primera, miedo de los hombres... ¡Bah!... La vida de un pobre perro no es para detenerse en filosofías. Se desangraría lentamente y a esperar el final...

Pero sucedió que en aquellos tristes momentos en que el perro luchaba entre la vida y la muerte, acertó a pasar por aquel lugar un grupo de niños. Niños de distinta condición social. Unos de familias acomodadas y otros hijos de modestos jornaleros. Pero unidos todos por fuertes vínculos de amistad. El mayor de unos trece años y el más pequeño de nueve. Uno de los niños se fijó en el animalito, que semejaba ya un "fiambre".

-¡Mirad! ¡Mirad! -gritó a sus compañeros-. ¡Aquí hay un perro muerto!

Todos los amiguitos acudieron a contemplar el animal. Y el animal, al verse sin duda rodeado de niños, abrió sus ojos con ternura.

-¡No está muerto! -gritaron los chavales-.

-¡Está solo herido -comprobaron al ver correr la sangre por los flancos del perro. Se alzó un coro de lamentaciones.

-¡Pobrecito!... ¡Lo ha debido de coger algún auto!

Como si les entendiese, "Canelo" les dedicó su más tierna mirada de gratitud. Y los niños, todos a una, tuvieron el mismo pensamiento:

-¡Vamos a recogerlo y a curarlo!

Con lo que, dicho y hecho, entre todos transportaron con delicadeza conmovedora el cuerpo del malherido "Canelo" a un lugar más seguro. A un lugar lejos de los odios de los hombres y de los instintos "caninos" de muchas personas. Pronto lo encontraron. En el corralillo de la casa donde habita uno de los muchachos, y en un rincón, prepararon un mullido lecho de trapos y paja. Luego, sin decirse nada, se miraron los niños unos a otros y vaciaron sus bolsillos. ¡Sus escuálidos bolsillos! Entre todos lograron reunir ochenta céntimos. ¡Bah! La cantidad no era cosa mayor, pero bastaba para comprar un poco de alcohol y otro poco de leche. El alcohol para lavar la herida del animal y la leche para alimentarle. ¿Cómo agradecería "Canelo", allá en lo más recóndito de su inteligencia, estos cuidados?... De seguro, de seguro, que luego, al quedar solo, sus ojos se nublarían por la gratitud. El infeliz, que tan cerca había andado de la muerte, estaba salvado.

A todo esto, el propietario del animal, el dueño de la torre de Garrapinillos, un bondadoso labrador, Leoncio Segura, se dedicaba con todos sus afanes a buscar al perro. Y el perro no aparecía por parte alguna. Leoncio Segura, cansado ya de una inútil búsqueda, acaso pensó como último faro para alumbrar las pesquisas en poner un anuncio en los periódicos. Uno de esos anuncios que comienzan: "Se ha perdido un perro...".  El caso es que dio por fin con el paradero del animal. ¡Oh! Su "Canelo" estaba cambiado. Diez o quince días en poder de los niños, le habían transformado por completo. Más gordo, más lucido, más alegre. ¡Naturalmente! Como que los chiquillos de nuestra historia habían agotado en obsequio del animal todas las atenciones imaginables. No se limitaron a curarle. Le atendieron como lo que era, como un enfermo primero y como un convaleciente después. "Canelo", en cuanto veía a cualquiera de los niños, se deshacía en zalamerías. Pero la llegada del dueño cortó en seco toda aquella corriente efusiva que se había establecido entre los muchachos y el perro. No vamos a decir ahora que la escena de la despedida del animal se desarrollase en un mar de lágrimas. Pero sí que conmovió a cuantos la presenciaron. El perro había tomado gran cariño a los niños, y éstos correspondían a "Canelo" con todo su afecto. ¡Hasta le habían construido una caseta con tablas de cajones viejos, algún ramaje y trozos de manta para cama!

"Canelo" lleva ya una semana en la finca de Garrapinillos, pero no se ha olvidado de sus protectores. Al contrario, se diría que piensa constantemente en los niños, por los movimientos de intranquilidad de que da muestra a cada momento. Se pasa los días acechando un descuido de sus guardianes, y en cuanto llega éste -¡como aquel día memorable!- salta la cerca y emprende por el camino una veloz carrera. ¡Cualquiera es capaz de detener entonces al buen animal! Sus patas llevan alas, que le transportan en menos que se cuenta hasta... ya lo habréis adivinado, hasta el corralillo donde acostumbran a reunirse para jugar sus amiguitos. Y donde se conserva todavía la caseta que fue su albergue. ¡Gran alborozo!... Los niños se ven sorprendidos por la presencia del animal, que materialmente se los come a caricias. Y no es menor el entusiasmo de los rapaces al ver de nuevo entre ellos a "Canelo". Pero ¡ay!, que la alegría dura poco, para quienes tanto se la merecen. A las pocas horas se presenta el dueño del perro, -que ya no duda siquiera dónde podrá encontrarse "Canelo"- y forzoso es dejar marchar al animal. ¿Pero quién pone puertas al campo ni limites al agradecimiento de un perro?... "Canelo" vuelve a escaparse de la torre de Garrapinillos, otra vez. Y otra más, y otra... Para lanzarse como un torbellino, en cuanto se ve libre, a buscar el rincón del barrio de las Delicias donde le aguardan siempre unos cariñosos brazos infantiles. Y... ¡colorín, colorado, esta historieta se ha terminado!


El caso es que los chavales fueron objeto durante unas semanas de todo tipo de homenajes y atenciones. A finales de febrero, la Sociedad Protectora de Animales y Plantas organizó un acto en su honor y entregó a cada uno de ellos una cartilla de ahorros con quince pesetas, que ya era una cantidad respetable en la época. Aunque en la foto que se les tomó ante la caseta que construyeron para "Canelo" aparecen siete muchachos, lo cierto es que los protagonistas de la historia fueron seis: Jesús Lázaro Zaragozano, Aurelio y Julio Royo Lázaro, Antonio Esteban Martes y Fernando y Antonio Montuenga Zabal. En aquel lejano 1933 tenían entre 9 y 13 años, por lo que no resultaría disparatado que alguno siguiera viviendo en Delicias. Y, si no, seguro que hay lectores que saben algo...


Y mañana...

El comisario Muslares y el misterio del botones del Hotel Europa

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