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por Mariano García

De 'príncipe de los estafadores' a guardia municipal en Zaragoza

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Por Aragón han pasado los más grandes pícaros del siglo XX, los mejores estafadores, embaucadores, trileros y chorizos del país. Alguno incluso nació aquí. Pese a sus fechorías, hoy, desde este siglo XXI en el que cualquier fisonomía conocida se repite millones de veces en los medios, algunos de estos pillos y timadores tienen su punto simpático: eran gente que hacía del atrevimiento una forma de vida, que elegía sus víctimas entre aquellos a los que la estafa no iba a causar grandes daños y que nunca vertía sangre ajena (ni propia). Uno de los más famosos fue Emilio San Pedro (o Sampedro) Bienes (o Bienés), que no era aragonés pero estaba casado con una zaragozana, antigua celadora de prisiones, de la que se enamoró, ya se lo imaginan, cuando estaba en la cárcel. En 1906 se paseó por media España haciéndose pasar por Alejandro de Battemberg, hermano de la entonces prometida del rey de España, que ya era tener cuajo. En todos los sitios le otorgaron tratamiento principesco, especialmente en Zaragoza. Casi veinte años más tarde HERALDO le entrevistaba, y me permito pedir disculpas nuevamente por la longitud del texto, pero creo que merece ser reproducido íntegro. Si no pueden hoy con él, déjenlo para otro día:

Emilio San Pedro Bienes: he aquí el personaje novelesco que ocupa actualmente el plano de la actualidad policiaca zaragozana. Personaje de folletín. De un folletín que no es truculento, pero que encierra en sus páginas episodios bastantes para merecer la atención del más ajeno a estas cuestiones.

Emilio San Pedro Bienes, que hace unos años, muy pocos, fue guardia municipal de nuestro Ayuntamiento y que marchó de Zaragoza buscando la redención de sus muchos pecados en un trabajo honrado, ha vuelto a Zaragoza, y una fatal desgracia ha hecho que cayera nuevamente en manos de la Justicia. Toda la Prensa ha referido el suceso. El matrimonio que llega a una pensión, la esposa que se siente enferma gravemente, y la estafa a una agencia funeraria por medio de un cómplice, antiguo compinche en sus correrías, que hoy ocupa un destacado puesto en Bilbao.

Pero vamos a hacer un poco de historia, puesto que esta figura la merece. Emilio San Pedro Bienes, nacido en Madrid, hijo del almirante de la Armada don Deogracias Nicanor San Pedro y Torres, se crió en La Coruña y pasó sus mejores años de la infancia en El Ferrol.

Niño mimado por su posición encumbrada, era lógico que eligiese la carrera más en consonancia con el ambiente en que vivía, y a los veintiún años ingresaba como alférez de navío en el Cuerpo de la Armada y en el acorazado "Pelayo". Poco tiempo duró su estancia a bordo. Emilio se había enamorado de una linda marquesita, a la que también pretendía el comandante del barco. Con este motivo, el joven alférez, que no podía enfrentarse cara a cara con su rival, había de verse obligado a sufrir mil humillaciones. Un día no pudo contenerse más. En el puente del barco, jefe y subordinado sostuvieron una discusión violenta. Emilio sacó un revólver y disparó cinco tiros contra el que pretendía usurparle el corazón de su dama. Escándalo, expediente, tribunal de honor, expulsión del Cuerpo y condena a dos años de presidio, que sufrió en el penal de Tarragona.

Ni que decir tiene que, desde aquel punto y hora, la familia del almirante don Deogracias Nicanor San Pedro y Torres, perdió toda relación con el hijo que tan trágico fin había puesto a su aventura amorosa. Por fortuna, ninguna de las balas había herido el cuerpo del comandante, pero la mancha en el honor del joven ex oficial era bastante para que toda su familia le repudiara.

A los dos meses de este suceso, fallecía el almirante de la Armada, padre de nuestro protagonista.

Termina esos dos años de prisión y, al salir Emilio San Pedro, que todavía no tiene ante sus ojos otro horizonte que el de la Marina de Guerra, continúa vistiendo el honroso uniforme y recorre varias poblaciones españolas como tal oficial. Naturalmente, el viaje es pródigo en incidencias, y son muchos los hoteleros burlados. Hasta que da con sus huesos en León, donde un fondista, menos compasivo que los anteriores, lo denuncia a las autoridades. Nuevo procesamiento y condena por uso indebido de uniforme. La condena es corta: seis meses y un día y, cuando la cumple, continúa las estafas, siempre al amparo de su flamante uniforme de alférez de Marina.

-¡Qué iba a hacer yo, si la familia me había cerrado por completo las puertas!

Y en estas correrías, da nuestro hombre al fin con sus huesos en Gibraltar. Es en Carnavales de 1906. Emilio San Pedro, que sigue presentándose en todas partes como un oficial de la brillante Armada española, y que habla el inglés a la perfección, simpatiza con los oficiales de la Marina británica y traba amistad con la hija del general gobernador de la plaza, Miss Kary, una encantadora inglesita que no sabe resistirse a las seducciones del marino español. Hasta aquí, la aventura hubiera corrido por sus cauces vulgares. Un idilio nuevo, acaso una boda, y una nueva posición. Pero una tarde, en una Garden Party, a Emilio le descubren sus amigos los marinos ingleses un extraordinario parecido con el Príncipe Alejandro de Battemberg, hermano de la entonces prometida del rey de España. Y el aventurero español decide explotar en beneficio propio el parecido.

Emilio San Pedro da cuenta de sus proyectos a un hermano de Miss Kary, oficial de la Real Armada británica. Y éste, que no debe ser nada escrupuloso, se decide sin duda a correr la alegre aventurilla de pasar por el ayudante del falso príncipe. Ambos marchan a Madrid, y allí traban amistad con el personaje complementario para esta farsa de mundanismo y elegancia. Con Eduardo Rubio Fernández (a) "el Chichitó", un famoso timador, que ya por entonces trae en jaque a toda la policía española. Los tres planean el viaje a Inglaterra. Pero para ello hace falta dinero. ¿Cómo agenciarlo?... Y Emilio comete entonces su primera estafa en grande.

Vende una finca en Gijón, propiedad de su tío, el ministro de Estado, don Faustino Rodríguez San Pedro. La venta le proporciona un líquido de cuarenta y cinco mil pesetas, con las que alegremente embarcan los tres compinches rumbo al país británico. Allí lo primero que hacen es agenciarse uniformes de la Armada inglesa. Emilio San Pedro, para simular mejor su papel de príncipe, usará uniforme de teniente de navío. "El Chichitó" y el oficial de la marina inglesa simularán ser teniente de navío y Mayor de la Armada respectivamente. Falta para completar la principesca comitiva un secretario particular, y encuentran útil para el cargo a un empleadillo de la embajada de España en Londres. Un empleadillo que ha de jugar un importante papel en toda esta farsa, y que actualmente reside en España, ya redimido de todas sus pasadas culpas.

-Es por eso, sabe -nos dice el aventurero- por lo que no quiero darle su nombre.

El falso secretario particular del falso príncipe consigue notificar oficialmente al Gobierno español, en nombre del Gobierno inglés, que reciban la visita de Alejandro de Battemberg y le rindan los honores debidos a su alta jerarquía. A todo esto, don Alfonso de Borbón, el entonces rey de España, se halla de viaje por las Islas Canarias. Esta ausencia del ex soberano español es la que Emilio San Pedro quiere aprovechar para su viaje a España. En la notificación falsa del Gobierno inglés al español, se advierte que el príncipe Alejandro se propone visitar cuatro poblaciones españolas: Valladolid, Toledo, Valencia y Zaragoza. El Gobierno español acusa recibo y nuestros personajes emprenden el viaje. Embarcan en Dover para Chesburgo como simples particulares, y de allí se dirigen a París. Desde la capital francesa el príncipe y sus dos ayudantes continúan a Burdeos y el secretario particular queda en París, con el fin de dirigir dos telegramas, uno al embajador de Inglaterra en España y otro al ministro de la Gobernación, que lo es entonces don Juan de La Cierva. Como los telegramas vienen de nuestra embajada en París, ministro y embajador se tragan perfectamente el anzuelo.

-Juzgue usted nuestra sorpresa -dice Emilio San Pedro- cuando al pasar el puente internacional y llegar a la estación de Irún, vimos que se encontraba en el andén una compañía del Regimiento de Infantería de Sicilia, con bandera y música, al mando del capitán don Enrique Carrión de los Condes. Y que con la tropa se hallaban todas las autoridades de San Sebastián y el gobernador militar de Vitoria, don Ramón González Tablas. Yo me posesioné inmediatamente de mi papel, y muy serio y muy rígido, descendí del convoy y, antes de saludar a ninguna de las autoridades, me uní al capitán y revisté la compañía. Al pasar frente a la bandera, recuerdo que hice una inclinación de cabeza, cogí uno de sus pliegues y lo besé. En los andenes estalló una enorme ovación. Después estreché la mano de las autoridades y en la sala de espera de la estación, que aparecía muy engalanada, fui saludado por el cónsul inglés en San Sebastián. Fue entonces cuando bebí la primera copa de champán con que se festejaba en España mi llegada. Continuamos el viaje a Valladolid, primera población de mi itinerario, y allí fui recibido con los mismos honores que en Irún. Recuerdo que era capitán general de aquella plaza don Adolfo Jiménez Castellanos, en cuya suntuosa morada permanecí tres días, recibiendo innumerables pruebas de afecto. De Valladolíd a Toledo. Recibimiento entusiasta por demás. Nos hospedamos en el palacio del cardenal primado. En la Academia Militar fui obsequiado con un almuerzo y los alumnos me entregaron un sable de honor. Por cierto que me hizo entrega del regalo el cadete galonista Ramón Franco.

-¿Y su famosa estafa al cardenal Sancha?

-Sí, verá usted. Fue durante una comida en el Palacio. Yo sabía que el cardenal conocía el inglés y preparé el truco hábilmente. Le dije a uno de mis ayudantes que durante la comida me advirtiese, en inglés, naturalmente, que no había recibido los fondos que necesitábamos para continuar viaje, de la Intendencia de Palacio. El cardenal, al oir las lamentaciones de mi ayudante, se apresuró a preguntarle:

-¿Cuánto cree usted que necesitará su alteza?

Y mi ayudante, muy flemático, contestó:

-"Unas veinte mil pesetas", cantidad que el cardenal se apresuró a satisfacer. Pero justo es consignar también que en Toledo, como en todas las poblaciones que visitaba, yo acostumbraba a entregar donativos importantes al gobernador y al alcalde para los pobres. De modo que, si bien estafaba, con mi delito se beneficiaban muchos. De Toledo marchamos a Valencia, y de allí a Zaragoza, donde llegamos el día catorce de marzo del año 1906.

-¿Y cómo hacían ustedes el viaje?

-Como un príncipe de veras. En tren especial que puso a nuestro disposición el Gobierno español. Pero de las cuatro poblaciones visitadas, sin que esta afirmación suponga halago, puedo asegurarle que de Zaragoza es de la que conservo mejor recuerdo. El recibimiento que nos hicieron fue apoteósico. Desde la estación del Campo Sepulcro hasta Capitanía General formaban los soldados del Regimiento del Infante, número 5. Me alojé en Capitanía, como en los anteriores sitios. Visité el Pilar, donde entré bajo palio.

Recuerdo que al dirigirme al templo por el Paseo de la Independencia, me ovacionaba el público y muchas mujeres arrojaban flores a mi coche. También recuerdo, como algo muy grato, una fiesta que se dio en mi honor en la Quinta Julieta.

-Desde Zaragoza marchamos a Valencia, donde habíamos de rendir viaje para regresar a Inglaterra; pero la buena estrella que nos venía acompañando se quebró de forma inopinada. En Valencia recibí de mi secretario particular que, como le he dicho, había quedado en París, un telegrama cifrado, en el que pude traducir esta sola palabra: "Peligro". Había que escapar, y lo primero que hice fue despedir al ayudante que me había concedido durante mi estancia en España don Alfonso de Borbón, y que era el teniente coronel de la Guardia Civil don Federico Arrate Navarro. El último favor que conseguí de él fue que se nos dispusiera un tren especial para dirigirnos a París. Pero sin duda todo se había descubierto y las órdenes de nuestra detención eran tan terminantes, que al llegar a Reus nos echaron mano. Yo, al ser detenido, aún opuse algunos reparos y pedí compareciese ante mi presencia el cónsul inglés en Tarragona. El buen señor -era mi parecido físico con el príncipe tan exacto- protestó de mi detención, que consideraba arbitraria, y así lo notificó a Madrid. Pero no contábamos con la huéspeda, es decir, con el huésped, con el verdadero príncipe Alejandro, que acababa de llegar a Madrid en viaje de incógnito, y por cuya causa se descubrió nuestra suplantación. Era jefe del Gobierno entonces don Antonio Maura, y cuál no sería su sorpresa al acudir una mañana a Palacio para despachar con don Alfonso y toparse de manos a boca con el auténtico Príncipe de Battenberg, que no era yo, naturalmente. Maura se enfadó muchísimo y telegráficamente ordenó mi traslado a Madrid. Entonces empezó la racha mala, porque comenzaron a llegar exhortos de los juzgados de las poblaciones que había visitado reclamando mi comparecencia. Un jaleo de dos mil demonios, porque al mismo tiempo quería intervenir la Justicia militar. El Gobierno acordó se desglosasen todos los litigios y se formase uno solo, por el que fui procesado en Madrid.

-¿Y resultó usted condenado?

-Me pedía el fiscal la friolera de 165 años de presidio, pero la condena, afortunadamente, quedó reducida a ocho. Estando en la cárcel conocí a una celadora de Prisiones, viuda de un alto funcionario. Era de Zaragoza y se llamaba doña Suceso Bernal Herrero.

-¿La que ha fallecido hace pocos días?

-Sí, señor. Mi esposa legítima ante Dios y ante los hombres, y no mi compañera de correrías. Me interesa mucho sentar bien esta afirmación. Quiero que su memoria sea respetada más allá del sepulcro, como su persona fue respetada en vida. El 24 de noviembre del año 1918 nos casamos.

-¿Y cuándo salió usted de la cárcel?

-No llegué a extinguir la condena. Escribí un memorial a la entonces reina doña Victoria Eugenia (mi augusta hermana) y conseguí el indulto a principios del año 1919. Por cierto que don Alfonso, cuando su esposa le mostró mi petición, contestó muy risueño:

-¡Cómo voy a negar lo que pides, tratándose de "tu hermanito"! En fin, sería interminable si le contase. Ingresé en la Legión, de donde salí con una hoja de servicios brillantísima, porque me batí el cobre en varias ocasiones como un valiente, tanto, que el general Sanjurjo, Alto Comisario en aquel entonces, al licenciarme consiguió para mi una plaza da guardia municipal en Zaragoza. Permanecí aquí tres o cuatro meses. Después marché a La Habana con mi esposa, y allí me he ganado la vida honradamente como mayordomo en algunos barcos.

-¿Y cómo ha sido su regreso a España?

-Pues porque a mi señora, que como le he dicho, era zaragozana, estaba gravemente enferma, había sido operada y quería morir en su tierra. El día 24 de enero último desembarcamos en Santander. Acudí a mis dos hermanas en demanda de socorro. Elvira, la mayor, que es esposa del administrador de Aduanas de Santander; y Julia, que está casada con el general Fernández Villa Abrille, y reside en Bilbao. Ninguna de las dos me han hecho el menor caso. Hágalo constar usted así, señor. Se lo suplico de todo corazón. Yo quiero ahora rehacer mi vida. Quiero trabajar honradamente, ser bueno...

Y el antiguo alférez de la Marina española, con una corrección exquisita, como un verdadero gentleman -¡qué bien debió hacer el papel de príncipe!- nos tiende su mano con un gesto de renunciación a su pasada vida. Sin duda, Emilio San Pedro se siente ya viejo y quiere descansar... Sus palabras nos han parecido sinceras. ¿Vamos a ser tan egoístas que le cerremos todas las puertas del mundo?...


Ahí tienen en la foto al falso Battemberg (izquierda). No he encontrado referencias a esa visita a Zaragoza en 1906, pero intuyo que el año puede ser otro y que el dato pueda ser errata o confusión. Habrá que investigar. También parece que el protagonista exageró notablemente las pinceladas coloristas de sus andanzas. En cualquier caso, la entrevista está llena de detalles jugosos... Ya ven que a Emilio San Pedro no se le ponía nada por delante. Por no pagar, no pagó ni el entierro de su mujer. Pero eso permitió que le detuvieran y, de paso, que ese gran periodista que era Emilio Colás, con su aire de alumno empollón, le hiciera esta fantástica entrevista.


Y mañana...

"Canelo" y los seis pequeños héroes del barrio de Delicias

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