Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

1922: los hombres que escalaron la torre del Pilar

puertollano
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Acabamos esta miniserie dedicada al pasado de las fiestas del Pilar con la entrevista que en 1922 se les realizó en Heraldo a los Puertollano, una familia de hombres-araña que visitaron Zaragoza en 1922. Tuvieron la ocurrencia de subirse a una torre de la basílica y entretenerse un rato haciendo acrobacias en el mástil (¿quizá veleta?) que la corona. Para ilustrar el texto se publicó una foto del Pilar, con una flecha indicando el lugar al que llegaron, y la foto del trío, padre, hijo e hija, aunque en Zaragoza parece que la mujer no llegó a subir. Aquí tienen lo que contaban: 

Estos son los famosos escaladores. José Puertollano y su hijo Miguel. Granadino aquel y de la Línea éste, ambos son fuerzas complementarias de los asombrosos trabajos que realizan. Es muy pintoresca la historia del padre y bastante interesante la del hijo.

José Puertollano fue en los comienzos de su 'vida pública' lo que vulgarmente se llama un piculín; quitando a la palabra toda significación despreciativa, ya que en la mundial y compleja profesión de titiritero, puede hallarse el arte exquisito, el individuo honrado, el hombre de honor. José Puertollano hacía, con su señora, un número de acrobatismo, y aun cuando de esto ya hace tiempo, todavía son muchos los que recuerdan cómo la pareja de excelentes equilibristas era aplaudida por todos los públicos.

Ocurrió el suceso en la feria de Estepona. El audaz Puertollano pertenecía a la compañía de circo de Feijóo. Todas las noches se pasaban media hora él y su señora haciendo prodigios de equilibrio; y una de aquellas noches, en el mundo del arte acrobático se produjo inopinadamente una baja: la de José Puertollano quien, por influencias religiosas, en cierto modo, pasó del circo al templo; de la barra fija a la veleta de una torre. Los vientos implacables habían torcido la cruz de la veleta parroquial, y el párroco de Estepona sorbía los vientos buscando a uno que, por quinientas pesetas, subiera a resolver el terrible peligro de un derrumbamiento. Enterado Puertollano, se puso al habla con el párroco y, sin más preámbulos, le dijo: 'Prepare usted los cien machacantes y una cuerda que no esté machacada, que mañana al mediodía la veleta estará derecha y asegurada, y las quinientas pesetas en mi bolsillo'. Y, efectivamente, cumplió lo prometido, con la misma naturalidad que se sostenía con una mano sobre la recia cabeza de su esposa.

Descubierta la mina y roto el misterio de su destreza y de su serenidad, aquel mismo día abandonó su arte para dedicarse a la otra profesión, mucho más 'elevada'. Orgulloso de su valer, dedicóse únicamente a negocios de 'altura'. Todo lo que no rebasara los cincuenta metros merecía el más olímpico de sus desprecios; le parecía que se rebajaba. El pintado de las altas cúpulas, la decoración de techos altísimos, colocación de pararrayos; todo lo que fuera trabajar en un plano alejadísimo de la vulgar y baja humanidad, fue objeto preferente de sus actividades. Cobró fama y cuartos, y fue llamado el 'rey del espacio' sin trabas constitucionales de ningún género.

Miguelito, el hijo que nació en La Línea, trajo al mundo toda la misteriosa capacidad del padre para dominar audazmente los mayores peligros, y cuenta el 'escalatorres' que, a los cuatro años de edad, en su hijo se dibujaban claramente todos los rasgos de su propia psicología. Los juegos infantiles de Miguelito encerráronse siempre dentro de una sola afición: subir; fuera como fuera. Apenas si tendría seis años cuando escalaba los balcones, saltaba las más altas tapias, llegaba a las copas de los árboles y gateaba por los aleros de los tejados como una ardilla.

Se hizo mozo, hará nueve años, y entonces el padre volvióse otra vez cara al arte, y le dijo: 'Vamos otra vez a los 'piculines', pero con más nobleza, con más genialidad, con miras más 'altas'. Y puso el circo, su circo, en las veletas.

A partir de entonces, "las torres que desprecio al aire fueron, a sus grandes audacias se rindieron". Muchas e importantes poblaciones del extranjero y casi media España, fueron testigos presenciales de tanta proeza. Augustas manos batieron palmas en honor de los 'escalatorres'. Fue el Rey D. Alfonso quien les admiró y aplaudió en Covadonga y en Santiago de Compostela.

-Dígame, Puertollano: ¿No han tenido ustedes momentos de apuro, de tragedia a la vista, en que hayan visto la muerte a su lado?

-No señor. Lo que se llama ver la muerte, no. Puede ser que consista en que somos cortos de vista, o en que nos apartamos cuando ella intenta aproximarse. Sin embargo...

-¿Qué pasó en 'sin embargo'?

-Fue aquí, precisamente, en Zaragoza. Ya hace tiempo; lo menos 16 años. Estaba de capitán general el general Borrero. Vine dispuesto a subir a la torre, de La Seo u otra cualquiera, pero no fui autorizado. Entonces brindé una ascensión al ejército y se me dio permiso para escalar la torre de la iglesia de San Fernando, en Torrero. Fue un día malísimo. Vientos desatados arrancaban tejas de la cúpula y, cuando la ascensión iba a mitad, el general Borrero me obligó a descender en forma que tuve que obedecer al momento. Entonces pude conseguir que los jefes y oficiales entraran en el templo y les sorprendí con una ascensión vertiginosa al techo de la cúpula central, valiéndome de la cuerda de una lámpara. Cuando me faltaban tres metros para ganar un pequeño saliente de cornisa, vi que la cuerda estaba 'degollada'. Cuando, rota del todo, me quedé con ella en la mano, ya con la otra me había enganchado al saliente. Allí sí; allí vi a la muerte que trepaba más deprisa que yo para alcanzarme.

Un día se presentó José Puertollano en el despacho de una fábrica importante y habló así al director:

-¡Sé que necesitan ustedes hacer una reparación en el pararrayos de la chimenea y que vacilan por los importantes gastos preliminares de andamiaje. Si usted me lo permite yo subiré, haré el arreglo y luego me entregarán la gratificación que bien les parezca.

-¿Conoce usted la altura?

-Sí señor: unos 50 metros.

-¿Y dice usted que subirá?

-Claro que sí.

-Bueno, pues retírese, que no debe usted andar bien de la cabeza.

Puertollano volvió al día siguiente y tras no pocos ruegos logró que lo recibiera el director.

-¿Ha visto usted -le dijo- lo que hay en lo alto de la chimenea?

Salió y pudo ver cómo flameaba una banderita que Puertollano había colocado durante la noche. El incidente terminó con un éxito grande y provechoso. La vida de los escaladores está llena de episodios análogos.

-¿Y esa banderita que se han dejado en la torre del Pilar?

-Ya la quitaremos; bien en una segunda ascensión pública, o en una subida nocturna.

-Así será, porque si ustedes no la quitan...

-No hay nadie que suba por ella. Es decir... sí, hay una persona que puede subir y descender igual que nosotros.

-¿Que hay otra persona capaz de esa empresa?

-Sí, una agraciada señorita de veinte años, llamada Gloria: mi hija mayor, que se encuentra en Cervera del Río Alhama, nuestra actual residencia. Mi hija Gloria, al fin hija de su padre, nos acompañó en muchas ascensiones, una de ellas en Oporto. Llegó la primera al extremo de la veleta. Total, 78 metros de alta.

-¡Gloria pura!

-Gracias señor: no está bien, porque soy su padre. Pero ¡Gloria pura!


Bueno,  acabada esta serie, volvemos a la marcha normal. En esta 'segunda temporada' de Tinta de Hemeroteca habrá más de lo que encontraron en la primera: sucesos estremecedores, personajes insólitos, un pellizco de nostalgia y un par de cucharadas de costumbrismo bienintencionado. Ya va a ser difícil sorprenderles, pero lo intentaré.


Y  mañana...

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