las mejores fiestas del pilar

El sueño de La Misericordia

La plaza de toros de Zaragoza esperó paciente el momento de volver a abrir sus puertas, pero no pudo ser. Su interior y las cercanías lloran este inaudito octubre sin vaquillas, sin el ambiente que se genera en torno a la niña bonita de las fiestas.

La Misericordia, en una mañana de vaquillas de 1984.
La Misericordia, en una mañana de vaquillas de 1984.
Archivo Heraldo

Se empieza a hacer más duro para todos. Y para ella también. Se vienen los primeros fríos que, al amanecer, la sorprenden arrebujada entre las sábanas de albero. Duerme. Permanece aletargada desde aquella larga noche de la última feria cuando contuvo la respiración y estremeció sus cimientos mientras a De la Viña parecía írsele la vida. Esperó paciente el invierno con más ganas que nunca de volver a abrirse para los zaragozanos y no pudo ser. Dura primavera. Triste San Jorge.

Duerme. Tan solo los reflejos violetas del amanecer que asoma por Pignatelli hacen que intente abrir los ojos. El sol llega hasta la puerta grande, debería despertar pero no hay ruido que la saque de su sopor. Mejor seguir soñando que enfrentarse a este inaudito octubre.

Sueña. El humo se cuela por las arcadas de grada. Antonio lleva rato despachando churros. Y lo que le queda hasta que a la noche salga de ver el toro de fuego la última hornada de espectadores. Val-Carreres da el último visto bueno a la enfermería. Cruz Roja despliega sus efectivos. La plaza respira más tranquila. En el patio de caballos, a esas horas Pepito Cerdán anda ya acelerado. Un camión aculado en la puerta de desembarque vomita su carga de bravura embolada a la voz de mando del Pechotabla. La Culebra, sus hermanas saltarinas y algún capón camuflado. Las que lía este José Mari…

Los tendidos se borran bajo los colores de las peñas. Y empieza la batalla de charangas porque «todos los días sale el sol, chipirón» y «qué bonita es la amapola, ay, ay, ay». Y niños y abuelos, familias enteras que empiezan su jornada festiva acudiendo a las vaquillas. Sale la primera vaca y la anuncia Julián con la alcachofa. Ante chiqueros, en una interminable portagayola, la aguardan decenas de corazones impacientes sentados en la arena. La vaca los salta, los quiebra y empieza a repartir leña. El sacristán de Gallur, sempiterna camisola cuatribarrada, se reserva para la próxima pertrechado en un burladero. Los primeros magullados van camino de la enfermería. Hay mañanas en que se atiende a más de cien. Julián Nieto desde su atalaya advierte, «Cuidado con el buey», la plaza le responde a coro: «Julián, ¡¡¡i-dio-ta!!!». Y Julián se viene arriba. Jesús el de la Forca, con su humanidad y su gorro de mil colores, recorre el callejón entre las apreturas de los cientos de mozos, ofreciendo su barrilico de aguardiente.

Pepe Gracia entorna la puerta de su casa, se retoca la americana como el mejor capote de paseo y cruza la calle reventando torería hasta la Taurina, «¡Una manzanilla!». La barra sirve de bambalinas al Gran Sabadeta, que en un rato pisará el ruedo, su ruedo, para ofrecer lo mejor de sí a los más pequeños aficionados.

En la pared, junto a la foto de Michelín con Manolete, un cartelito verde que parece impreso a ciclostil avisa del espectáculo de mañana, 200 pesetas la entrada y la plaza se llenará hasta la bandera pese al augurio de quienes el primer año sentenciaron «esto durará hasta que cobren la entrada, ese día ¡miau!». Y aún no ha llegado ese día.

De Navarra, la Rioja y de todos los pueblos de la Ribera acudirán parejas de recortadores a probar suerte encintando las astas de las vacas. Resultan más que atractivos esos veinte mil duros del primer premio. No faltarán el Guindu y José Manuel Diez, ni Manolico Cuenca, ni Mariano Ruíz, ni Fernando González, ‘el Tano de Ejea’, orgullo de su tío que le sigue a todas partes.

Como un resorte, el recuerdo de aquellos pioneros recortadores la saca del sueño de los años en que fue reina y señora de aquellas Fiestas del Pilar realmente populares. A la plaza le crujen sus mucho más que bicentenarias vértebras. Por primera vez en sus 256 años se siente vieja y sola. Terriblemente sola. Se mira y contempla con amargura los cartelitos que todavía, desde la feria pasada, señalan la entrada de las distintas puertas y el remolino de hojas que el cierzo ha ido amontonando tras las verjas.

El sol de media mañana no acierta a calentar el teflón. La plaza, resignada, encara otro día en el que no pasará nada. Un ruido seco la asusta, la estremece y le arranca una sonrisa. Ha sonado tan real… José Antonio, ‘el Madriles’, lo ha hecho de nuevo. Desde el cielo, y sólo para ella, ha explotado, como cada mañana vaquillera, un petardo de punto final.

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