patrimonio

Hornacinas 'civiles', vacías, ciegas… Mucho más que huecos horadados en la pared

Algunos edificios de Zaragoza aún conservan pequeños retablos callejeros, siguiendo una costumbre que se extendió en el Barroco bajo las advocaciones más diversas.

Algunas de las hornacinas, completas o vacías, que pueden verse en las calles de Zaragoza.
Algunas de las hornacinas, completas o vacías, que pueden verse en las calles de Zaragoza.
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En la Europa mediterránea son una constante. En Grecia, Italia y el sur de España las hornacinas están presentes en cientos de rincones de innumerables pueblos. Más exóticas son en las ciudades y, sobre todo, en su arquitectura civil, donde sí proliferaron en el siglo XVII pero hoy apenas queda el recuerdo en piedra de pequeños altares vacíos o cegados. En Zaragoza pasan desapercibidas algunas hornacinas en casas solariegas acaso porque es un tema “que no se ha estudiado en serio”, como apunta el doctor en Historia Antonio Olmo. “Noticias de retablos y devociones callejeras en Zaragoza en el siglo XVIII sí las hay. Incluso se fundaron cofradías cuyo culto mantenían los vecinos. Imagino que las hornacinas abiertas en palacios y casas señoriales se deberían a la devoción de sus propietarios”, explica.

En la fachada de Fuenclara o en la del actual albergue de Predicadores hay dos buenos ejemplos. También, en la misma calle y rematada con pináculos en un vano ricamente modulado, puede verse otra hornacina en la fachada del palacio de los Villahermosa, que hace unos años se sometió a una reforma para recuperar sus distintivos rasgos barrocos. “No todas las hornacinas en arquitectura tenían santo o tenían que estar ocupadas por algún elemento ornamental. Ellas mismas ya eran ornamento”, apunta el historiador Alfonso García de Paso. 

Detalle de la hornacina vacía (a veces, con palomas) del palacio de Fuenclara.
Detalle de la hornacina vacía (a veces, con palomas) del palacio de Fuenclara.
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“Desde el punto de vista devocional solían ser dedicadas a un santo o una virgen como protector de la familia, pero también podían ser en agradecimiento por librarles de algún mal después de invocarlo: un incendio, una epidemia, alguna enfermedad...”. Otras veces, según el experto, la hornacina y su advocación era para toda la calle o barrio aunque estuviera en una casa y, de hecho, se cuenta que estos elementos característicos de la religiosidad hunden sus raíces en la Edad Media, con la proliferación de los gremios. No sería, no obstante, hasta la plenitud del Barroco cuando se hicieron muy populares, acaso azuzadas por el impulso que se dio a la imaginería religiosa a partir del Concilio de Trento, allá por mediados del siglo XVI.

"No todas las hornacinas tenían un santo que  las ocupara. Ellas mismas ya eran ornamento"

Al margen de las muy numerosas hornacinas religiosas (una de las más bonitas de la capital es la del ciervo en la fachada de San Gil), llama la atención la persistencia de estos elementos en la arquitectura civil: en la casa de los Asso, en el palacio de Sástago o, incluso, en viviendas más modernas de Sagasta o Madre Vedruna hay pequeños vanos en los que las familias pudientes colocaban sus retablos.

Como “manifestación de la religiosidad popular de épocas pasadas”, también hay expertos que señalan la influencia en las hornacinas de las representaciones del Vía Crucis que antaño se hacían por las calles. Así, las imágenes de las estaciones pasaron a ocupar nichos rectangulares en las paredes de las casas en lugar de formar parte de los bajorrelieves de los templos. Desde época medieval, en las puertas de entrada de los recintos amurallados (en Zaragoza hubo hasta doce entradas) se colocaban imágenes devotas para procurar la protección frente a adversidades y peligros, sumando así a la fortaleza de los muros una defensa más ‘sobrenatural’.

Una Virgen del Pilar, a la altura del número 14 del paseo de Sagasta.
Una Virgen del Pilar, a la altura del número 14 del paseo de Sagasta.
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En el siglo XVII, con el grandilocuente Barroco, se produce una extensión de las representaciones religiosas en piedra, y algunas fuentes apuntan que estas exiguas capillas callejeras tenían también una utilidad urbana, pues estaban iluminadas de noche con faroles de aceite. Este ‘alumbrado público’ primigenio solía ser costeado por los propios vecinos de la calle o el barrio en el que estaba ubicada la hornacina.

En Zaragoza, obviamente, la advocación más arraigada era la de la Virgen del Pilar, pero también es de suponer que hubo altares callejeros bajo la devoción, por ejemplo, de Santa Engracia, antigua patrona de la ciudad. Imágenes de la Inmaculada Concepción o de Jesús Nazareno también son recurrentes en este tipo de hornacinas, que han ido cayendo en el olvido a lo largo de los años con una única excepción: la de San Fermín en la calle de Santo Domingo de Pamplona.

Una pequeña ventana de devoción en la calle de las Eras.
Una pequeña ventana de devoción, a la izquierda, en la calle de las Eras.
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En un estudio de José Antonio Ruiz Martínez, centrado en estos elementos en localidades del sur de España, se apunta que las hornacinas son “indicadores de una mentalidad devota y tienen la función de sacralizar el espacio urbano”. Así, muchas veces daban el salto de las iglesias a las calles de alrededor como pudo suceder en la Cartuja Baja o en la casa arzobispal de Juslibol, donde también se conserva un buen ejemplo. “Hoy subsisten pese al escaso interés institucional, corren peligro evidente de desaparecer y deberían ponerse en valor dado su interés cultural y turístico”, apunta Ruiz Martínez.

Algunas hornacinas históricas se han ido perdiendo con las sucesivas reformas de los edificios, si bien en algunos proyectos se deja su huella en forma de un pequeño arquito vacío y ya cegado. También hay casos (en Zaragoza, en la esquina de las Armas con Mosén Pedro Dosset) en los que se han reconvertido en azulejos y la imagen ya no es escultórica sino cerámica. “Hay otra hornacina en la calle las Eras, en una de las casas del XVIII que, de hecho, conserva también en su fachada impactos de metralla de la Guerra de la Independencia”, cuenta el escritor Eloy Morera (‘Cutanda’). “Tanto el nombre de la calle, como la arquitectura tradicional de sus humildes casas con este tipo de elementos (parece que se trata de un obispo, acaso San Braulio o San Valero) nos hablan de la sociedad del pasado como lo hacen pocas calles”, concluye.

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