desescalada

La dura batalla diaria de bares y tiendas para hacer cumplir las normas sanitarias

Los comercios y locales de restauración aplican medidas de protección y seguridad. Hay clientes cumplidores y pulcros hasta el extremo… y otros no tanto.

Yeta Duta, camarera del bar Vía Augusta, en la avenida de César Augusto, desinfecta el local.
Yeta Duta, camarera del bar Vía Augusta, en la avenida de César Augusto, desinfecta el local.
Oliver Duch

La adaptación de los comercios y los bares a las exigencias sanitarias es una batalla constante que se libra todos los días en cada local. Por lo general, los responsables de los establecimientos tienen las medidas en la cabeza y ponen los medios necesarios para aplicarlas; luego, el transcurso de la jornada y la entrada de clientes determina el éxito de sus planes iniciales.

Un paseo por el centro de Zaragoza permite observar de todo. En el paseo de la Independencia, donde se concentran la mayoría de las firmas multinacionales, se ven tiendas repletas de carteles, flechas, geles, guantes… Por lo general, estos establecimientos tratan de ‘guiar’ a los clientes por una puerta de entrada y otra de salida. La realidad hace que ese ordenamiento sea, digamos, relativo.

Todas tienen geles hidroalcohólicos en la entrada para que los clientes se lo apliquen en las manos. En algunas, incluso hay una empleada dándolo a todos los que acceden y controlando con una libreta cuántos entran y salen, para evitar que se supere el aforo. En otras, este control es más laxo. Dentro, los clientes circulan y se cruzan con relativa normalidad, dejando por tanto en duda la eficacia de las flechas, las rayas en el suelo y las señales de prohibido.

En Drogas Alfonso, en el Coso Bajo, han ingeniado un mecanismo diferente para controlar el aforo: se obliga a cada cliente a coger una cesta de compra en la entrada, aunque no la vaya a usar. Si no hay cestas que coger, es que la tienda está completa. Conforme van saliendo clientes por la puerta de salida, un empleado va llevando las cestas a la de entrada.

María Pilar Nadal, responsable de 'El Viejo Pupitre', echa agua con lejía en la alfombra de entrada.
María Pilar Nadal, responsable de 'El Viejo Pupitre', echa agua con lejía en la alfombra de entrada.
Oliver Duch

En las tiendas más pequeñas, este control es más sencillo. En ‘El viejo pupitre’, comercio de la plaza Salamero, solo puede entrar una persona. La responsable del local, María Pilar Nadal, echa agua con lejía a la alfombra que recibe a los clientes conforme salen por la puerta. Atiende con mascarilla y prohíbe que se toquen los productos. “En general la gente cumple, son bastante educados y también tienen algo de miedo, claro”, señala.

Cerca, en la calle Azoque, el Bazar Tánger apenas tiene espacio para un par de personas apretadas en el interior. Por eso, muchos clientes directamente optan por quedarse fuera y allí, en plena calle, pedir lo que desean, recibir y pagar el producto. “Más o menos la mitad de los clientes se quedan fuera y la otra mitad entran”, señala Juan Beorlegui, que se afana en la limpieza y desinfección del suelo cada vez que entra alguien al pequeño local.

Mientras, en los bares, las terrazas concentran la actividad. Algunos hosteleros dicen que hay tanta ansia por coger mesa que físicamente no les da tiempo de desinfectarlas porque antes de que lleguen ya se han sentado los siguientes clientes. Otros, en cambio, exigen ver la desinfección en directo: “Hay quien se va a sentar y te hace limpiar todo delante suya, que te dice que quiere ver cómo lo limpias para asegurarse”, cuenta Ramiro, responsable del bar.

Los pocos clientes que se aventuran al interior del local van sin mascarilla en su mayoría. “Comer y beber con ella… mal”, dice Yeta Duta, camarera del local. Aunque es obligatoria en cualquier local de interior, la orden que regula su uso especifica como excepción las actividades que son incompatibles con su uso, como el comer y el beber.

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