La vida en tiempos de pandemia: Niños confinados en el tiempo

Gervasio Sánchez considera que el confinamiento de nuestros pequeños, por muy largo y duro que sea, no tiene nada que ver con un confinamiento bajo las bombas o en un campo de refugiados.

Un niño sirio refugiado sonríe en brazos de su madre en la frontera entre Eslovenia y Austria en noviembre de 2015 Foto: Gervasio Sánchez
Un niño sirio refugiado sonríe en brazos de su madre en la frontera entre Eslovenia y Austria en noviembre de 2015Foto: Gervasio Sánchez
Gervasio Sánchez

Espero a las nueve en punto el pistoletazo inicial que va a permitir a más de 90.000 zaragozanos menores de 14 años salir por primera vez a la calle después de 40 días de confinamiento. Me imagino a los críos saltando igual que el día de Reyes corren hacía el comedor para ver los juguetes nuevos.

Tengo ganas de oxigenarme con sus correrías y gritos. Quiero ver sonrisas en caritas descafeinadas por culpa de la falta de luz solar después de días de asistir a la agonía de personas que han muerto horas después de conocer sus nombres en algunas residencias de la ciudad.

Mi gozo en un pozo. A esa hora hay más perros que niños en la Gran Vía. Tengo que esperar diez minutos para encontrarme con un bombón llamada Teresa que ha salido “¡a la calleee!”, y lo dice con una sonrisa rompedora, con su muñeca preferida.

En la plaza España tropiezo con Eduardo, de 10 años. ¿Qué es lo primero que vas hacer? “Voy a comprar chuches para celebrar el 27 de mayo mi cumpleaños con una gran piñata”, cuenta. “Pero si todavía falta un mes”, comento. “Quiero ser precavido”, me explica. Dice que echa de menos a sus compañeros, pero no a sus profesores: “Los veo todos los días en la pantalla del ordenador”.

Me acerco a Contamina, bocacalle de la calle Alfonso, pero los niños siguen sin aparecer. En la plaza del Pilar hay más barrenderos que ciudadanos. Lucía, en primero de primaria, es la gran protagonista de la fotografía que le hace su padre con la inmensidad de la plaza vacía. Confiesa que lo más duro “es no ver a mis amigas”.

Los confinamientos también son clasistas

Los confinamientos también son clasistas. No es igual vivir en una casa con jardín o una amplia terraza donde tomar el sol (desaparecido en Zaragoza desde que empezó el estado de alarma) que en un cuchitril amontonado de pocas decenas de metros y encuadrado en una familia numerosa.

Por ello me acerco a los barrios más populosos del casco antiguo. Me imagino las calles abarrotadas de niños formando escaleras de edades. Pero por Conde de Aranda solo veo algún bus y varios taxis libres. “¿Aquí no viven niños?”, le pregunto a una señora que se asoma a la terraza. “Aquí viven familias con muchos niños hacinados que tienen que hacer los deberes con un solo móvil. Pero tienen miedo a salir”, responde.

Aquí viven muchos niños hacinados que tienen que hacer los deberes con un solo móvil. pero tienen miedo a salir

¿Y usted? “Tengo dos hijos de siete años y nueve meses y no voy a poner los pies en la calle por la misma razón. Cada día cambian las directrices y me confunden. No entiendo por qué hoy solo es posible hasta los 14 años y el próximo sábado está garantizado para todo el mundo”, explica.

Me interno por varias callejuelas y siento que tengo mono de niños, pero ni siquiera los encuentro en la plaza de José María Forqué. Sólo se escucha el gorjeo de las palomas y los columpios están precintados. “A Hugo, de un año y siete meses, le encanta perseguir a los perros y hacía cuarenta días que no salía de casa”, dice el padre de origen ecuatoriano mientras el chiquitín grita “guau, guau”. Hablamos de las islas Galápagos. “Allí se ha ido a refugiarse nuestro presidente, menudo sinvergüenza, mientras los ciudadanos se mueren de coronavirus sin atención sanitaria”, denuncia.

A las once de la mañana la Gran Vía es otra cosa. Aunque ni de lejos se parece a un domingo cualquiera de primavera. Los adultos llevan mascarillas, y algunos niños. Hay más interación entre los dueños de los perros que entre los menores. No veo a ningún crío salir corriendo para abrazarse a un amiguito. A las doce ya es la hora punta. Muchos patinetes y bicicletas. Pocas pelotas.

Al llegar a casa me pongo a leer un mail que me ha mandado Airy Maragall, una querida amiga barcelonesa, con testimonios de mujeres y hombres que también sufrieron el cerco de Sarajevo durante casi tres años y ocho meses cuando eran menores. Están llenos de reminiscencias de aquel pasado maldito como si continuaran siendo niños confinados en un tiempo congelado.

Un niño espera  su turno en una tienda de campaña en Presevo (Serbia) en noviembre de 2015
Un niño espera su turno en una tienda de campaña en Presevo (Serbia) en noviembre de 2015
Gervasio Sánchez

Damir, al que fotografié jugando a baloncesto con 15 años en octubre de 1993, cuenta: “Veo a todo el mundo salir a comprar gran cantidad de comida y yo no puedo… me recuerda tanto a la escasez que pasamos durante la guerra que se me remueve todo". Aljosa, al que fotografié cuando tenía siete años jugando con un carrito, afirma que “en Bosnia no hay test ni respiradores en los hospitales. Solo Dios sabe cómo acabará esto. La única forma de luchar es el confinamiento”. Selma, a la que fotografié con once años, es más animosa: "Estamos bien, encerrados en casa. Ahora paso más tiempo con mis hijos, y leo mucho por las noches. La situación internacional es terrible, especialmente en España. Espero que todo esto termine pronto".

En Bosnia no hay test ni respiradores en los hospitales. Solo Dios sabe cómo acabará esto

Pienso en que el confinamiento de nuestros pequeños, por muy largo y duro que sea, no tiene nada que ver con un confinamiento bajo las bombas o en un campo de refugiados. Tampoco si el hambre o la malnutrición severa reducen tu cabeza a un río de venas o tus brazos y piernas, más alambres que extremidades, parecen estar cubiertos de pellejo acartonado como ocurre en las hambrunas de Sudán o Somalia.

Pienso en tantos niños que viven en países sacudidos por pandemias de violencia extrema que duran no días ni siquiera un puñado de semanas sino años y décadas. Pandemias bélicas imposibles de erradicar porque la agonía y la muerte de niños, porque siempre son los pequeños los primeros en sufrir y morir, no nos olvidemos, tienen que ver con negocios realizados en la trastienda por trasnochados comisionistas sin escrúpulos, gobernantes de pandereta que sepultan ideas que han resistido décadas de un solo plumazo, gerentes de multinacionales obsesionados por conseguir el mayor dividendo al mejor precio, banqueros ensimismados en ser cada día más ricos.

Cada vez que regreso a Kabul visito el hospital infantil Indira Gandhi, termómetro que mide la pandemia sanitaria que afecta al país desde hace 40 años. En las salas de malnutrición infantil severa siempre hay decenas de niños y niñas confinados entre la vida y la muerte. Con encías vacías de dientes aunque tenga varios años, que lloran sin lágrimas mientras sus madres aprietan pechos vacíos o los mecen con un automatismo desgarrador.

Niñas víctimas de minas antipersonas y poliomielitis se maquillan antes de iniciar una sesión de danza  en Tahen (Camboya) en agosto de 2008
Niñas víctimas de minas antipersonas y poliomielitis se maquillan antes de iniciar una sesión de danza en Tahen (Camboya) en agosto de 2008
Gervasio Sánchez

En 2002, 2006, 2009 o 2014, años bajo supervisión internacional, había tantos niños como en 1996 y 1997, años de combates encarnizados o de intransigencia talibán. Durante los periodos más letales usaban velas para encontrar las venas de los pequeños y abrirles una vía para introducir la medicación. Los menores de tres años, que pesaban los mismo que un recién nacido en Zaragoza, siempre ocupan las mismas camas hospitalarias, muy productivas, por generaciones, y siguen muriendo tras terribles agonías.

Sí hay vidas confinadas desde que se nace hasta que se muere. Vidas desterradas de lo que cualquiera de nosotros entendemos por normalidad, vidas expuestas a pandemias por décadas. Vidas sin retorno porque el confinamiento a veces empieza en el cordón umbilical.

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