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Los otros once cementerios de Zaragoza

Torrero centra el foco de Todos los Santos pero no es el único recinto funerario con joyas artísticas, morbosas curiosidades e ilustres aragoneses enterrados.

ZARAGOZA OCULTA. CEMENTERIO CARTUJA / 01-10-2013 / FOTO: GUILLERMO MESTRE
El cementerio de La Cartuja data de 1791 y es considerado el más antiguo de la ciudad.
Guillermo Mestre

Aunque el grueso de las actividades con motivo de Todos los Santos se desarrollan en el cementerio de Torrero -mañana, recordemos, se representa el Tenorio- hay otros once camposantos en Zaragoza que quizá resulten más desconocidos pero no por ello menos interesantes. Gestionados por las juntas vecinales, en colaboración con la Iglesia o la cofradía correspondiente, todos guardan la memoria de los fallecidos y cada uno de ellos tiene sus singularidades.

A finales del siglo XVIII y por motivos de insalubridad se dejó de enterrar cadáveres en el interior de las iglesias y así surgieron los hasta once cementerios con los que cuenta Zaragoza. La mayoría de ellos corresponde a barrios rurales, en los que se hacían fosales “en parajes ventilados que no pueden dañar la salud de la vecindad”, se lee en una crónica de 1854 sobre el complejo funerario de Alfocea.

Quizá el más conocido después del de Torrero -y más antiguo también porque se inauguró cuatro décadas antes- sea el de la Cartuja Baja. Está documentado que, al menos, desde 1791 el Hospital de Nuestra Señora de Gracia (conocido como Provincial) poseía un pequeño camposanto en este lugar, que hoy es propiedad de la Diputación Provincial de Zaragoza. Está en la carretera de Castellón, junto a las cocheras de Avanza, y es fácil intuir su ubicación exacta dado que sobresalen altos cipreses tras una coqueta tapia. Cuentan que en origen se planeó crearlo junto al Canal Imperial, pero el mismísimo Ramón Pignatelli cedió unos terrenos de su familia cerca de la cartuja de la Concepción para alejarlo de su obra hidráulica. En este recinto reposan los restos de, entre otros, entre otros, el alcalde Francisco Caballero o el doctor Félix Cerrada y su gran ‘pero’ es que todas las tumbas están adquiridas y que apenas dispone de espacio para una hipotética ampliación.

Hace un par de años el Ayuntamiento de Zaragoza editó el libro ‘Historia de los cementerios de los barrios de Zaragoza’, fruto del trabajo de investigación de la historiadora del arte Isabel Oliván. La experta en patrimonio ofrece curiosidades de las historia y, también, los planos georreferenciados de todos estos “jardines de recuerdos”.

¿Algunos detalles? Uno de los más llamativos es el de Alfocea, que está calificado como Bien de Interés Cultural (BIC) por erigirse en un pequeño cerro junto a las ruinas del castillo. En estos días de ‘Halloween’ más de un guionista americano se inspiraría viendo cómo parte de los tapiales fortificados son reutilizados para albergar nichos. Cuentan, además, que la fortaleza original estaba en la línea ofensiva durante la conquista de Zaragoza en 1118 y que, tras la muerte de Alfonso I el Batallador, pasó a manos de la Orden del Temple.

Parte de la muralla del castillo que sirve de cerramiento al cementerio.
Parte de la muralla del castillo que sirve de cerramiento al cementerio.
Ayto. Zaragoza

Las primeras referencias al cementerio de Casetas datan de 1845 cuando la localidad contaba apenas con 110 vecinos. Tras la llegada del ferrocarril se disparó el número de habitantes y, en consecuencia, también este recinto que “nadie quisiera habitar” y del que se encargaba la cofradía del Rosario se quedó pequeño. El camposanto se trasladó y se amplió mucho tiempo después basándose en un proyecto del arquitecto Ricardo Magdalena y no fue hasta 1914 cuando se exhumaron los restos del cementerio original para llevarlos al nuevo.

El nombre de Magdalena aparece vinculado al diseño de muchos otros complejos funerarios alrededor de la ciudad, como también lo hace el de Dionisio Casañal, pues en sus planos parcelarios de 1892 ya aparecen, por ejemplo, los espacios para inhumaciones de Monzalbarba. Es curioso cómo años antes, en 1886, el cura de la localidad, Joaquín Fuertes, escribía al alcalde de Zaragoza pidiendo la construcción de un nuevo complejo porque lo que había en el barrio “más que un cementerio” era “un sarcasmo a la muerte”. Destaca de este espacio, que fue gestionado por la cofradía de San Blas, el panteón de la familia Gracia o la sepultura de Felipe Carbonell, con una guirnalda de flores de los escultores Buzzi y Gussoni, que son quienes también trasladaron a piedra el monumento de la fosa común de Torrero, del que ahora se celebra el centenario.

Otra estela funeraria de singular belleza es la que se encuentra en el cementerio de San Juan de Mozarrifar y que representa una mujer arrodillada con una lámpara. Se trata de un diseño de Regino Borobio y es la mejor escultura de un recinto -detrás de la Ciudad del Transporte- que hunde sus raíces allá por 1728, cuando se le citan unas dimensiones de “10 por 3 varas”, poco más que un corral.

Como se desprende de estos ejemplos, la mayoría de los cementerios de los barrios rurales se consagraron hace 200 años y las principales referencias que se tienen de sus orígenes son gracias al minucioso geógrafo Pascual Madoz. Fueron gestionados por las cofradías o las juntas parroquiales de antaño antes de pasar a manos municipales. Los únicos que no son propiedad del Ayuntamiento son los de la Cartuja (DPZ) y el de Garrapinillos, que depende del Arzobispado porque “lo gestiona la parroquia desde siempre”, explican fuentes municipales.

Panteón de la familia Marín en el cementerio de Juslibol (1914).
Panteón de la familia Marín en el cementerio de Juslibol (1914).
Ayto. Zaragoza

Curioso es el caso de Juslibol, cuyo cementerio desde mitad del siglo XIX seguía “corrientes higienistas modernas”. Eso sí, poco después, siete vecinos se constituyeron en asociación de ‘cristianos disidentes’ y reclamaron en 1894 la creación de un cementerio civil. Hubo cierto revuelo y mucho debate público y, aunque se aprobó la propuesta, quedó a expensas de una futura ampliación que nunca llegó.

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