Zaragoza

Al calor del fuego de unas frías chabolas

En un solar entre la Estación de Delicias de Zaragoza y el Centro Comercial Augusta se extiende un asentamiento de seis chabolas, donde vive una familia de rumanos desde hace cinco años.

En un solar entre la Estación de Delicias de Zaragoza y el Centro Comercial Augusta se extiende un asentamiento de seis chabolas, donde vive una familia de rumanos desde hace cinco años.

Pasan unos minutos de las 17.00. El agua cuece en una cacerola negra por hollín. Con delicadeza una señora retira la espuma que flota en la superficie, mientras aprovecha para calentarse con la hoguera. Ella, que prefiere no dar su nombre, vive en una chabola al lado de la Estación de Delicias. Es una de las 90 personas que residen en este tipo de asentamientos en Zaragoza. Cifras que se han reducido la mitad en un par de años.

Un agujero en la verja es la entrada principal a este campamento, uno de los 23 que todavía hay en la capital aragonesa. Tras bajar un camino de tierra se llega a las chabolas. Son seis, aunque durante el transcurso del encuentro improvisan una más. Allí dormirá el patriarca que acaba de llegar de Rumanía. En pocos minutos colocan un palé en el suelo para aislar, una estructura abovedada de metal y cubren todo con un trozo de moqueta y un plástico. Evitan que la cubierta se vuele por el viento con el peso de garrafas llenas de piedras. Enseñan otra chabola. Al levantar el toldo se descubre un colchón con mantas bien tensas y un par de palés de madera, en cuyo hueco se ven unas zapatillas. Un orden que contrasta con el desbarajuste de sillas, carros de compra, tendedores y demás chatarra que hay fuera.

La señora que dirige el cazo en los fogones viste una falda larga hasta los pies, su cabeza está cubierta por un pañuelo y prepara la cena de todo el asentamiento. El menú es sopa de pollo con patatas y zanahorias. Al lado, una chica más joven corta un limón y lo sumerge en agua hirviendo. Cuando se le pregunta para qué es señala con la mano que para la garganta, casi no sabe español. No son las únicas vecinas de este campamento. Hace cinco años vivían unas 30 personas y ahora dicen que son diez, aunque en ese momento solo hay seis que van saliendo conforme escuchan las voces. El resto son hombres y todos son familia. Ninguno se separa mucho del pequeño fuego.

Mamut es el que lleva la voz cantante. Tiene 45 años y llegó a la capital aragonesa hace un lustro en busca de un empleo que todavía no ha encontrado. “Sin trabajo, no hay dinero y tampoco casa”, se lamentan a la vez. “Cuando vas a firmar un contrato te preguntan por el domicilio, si no tienes, tampoco te hacen”, alegan. Reconocen que saben de la existencia del albergue y de otro tipo de servicios sociales, que incluso les han atendido, pero hacen una mueca con la boca cuando se les nombra.

Salen frecuentemente del campamento. Apuntan que llenan garrafas con agua de una fuente cercana. “Para las necesidades utilizamos el baño de la estación o del centro comercial -en referencia al Augusta-”, detallan. Según ellos, los que más cruzan la verja son Mamut y otro familiar porque son los que mejor hablan español. Relatan que van al centro para pedir dinero en la calle, con lo que compran lo básico, y consiguen prendas y comida gracias a asociaciones. “Este jersey es de Cáritas, me lo dieron en la parroquia del Carmen”, agradece el familiar de Mamut.

“Frío, frío, frío”, repiten todos una y otra vez aunque casi no sepan español. Pese a parecer que viven ajenos a la realidad, Mamut sostiene que en los próximos días bajan las temperaturas y se esperan lluvias. También preguntan extrañados por los últimos episodios en Barcelona: “¿Por qué están incendiando y pegándose?”. Dicen que lo ven en las televisiones de cafeterías, en las idas y venidas al centro de la ciudad.

Sus expectativas, las de toda la familia, radican en encontrar trabajo y poder acceder a una vivienda, donde tengan agua corriente, luz y una cocinilla para dejar de hacer la cena en esa pequeña hoguera.

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