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Una zaragozana acoge durante varios meses a 13 patitos que nacieron en su jardín

María Bohanna, vecina de la céntrica calle de José Canalejas, cuidó de ellos hasta que crecieron y pudieron ser soltados en su hábitat natural.

Era un día cualquiera de principios de marzo y María Bohanna, una vecina de la céntrica calle de José Canalejas de Zaragoza, se disponía a regar las plantas de su patio ajardinado cuando, de pronto, descubrió que algo se movía entre las ramas de su esparraguera. Al fijarse un poco mejor, vislumbró un cuello de ave que recogía pequeñas ramas y hojas. Entonces, se aproximó hasta la maceta y descubrió que era una pata -un ánade real- que había colocado allí sus huevos -trece, concretamente-, en lo que parecía un nido urbano improvisado.

Tras este sorprendente hallazgo, María se puso en contacto con los miembros de la Unidad Verde del Ayuntamiento de Zaragoza, que le recomendaron mantener los huevos en su jardín durante los, aproximadamente, 28 días de incubación. “Me dijeron que, una vez puestos los huevos, si se quitaban, la pata ya no les hacía caso. Y la verdad es que la pata estuvo todo el tiempo allí, solo se marchaba media hora, yo creo que iba al Huerva a comer, y volvía para quedarse otra vez día y noche incubando debajo de la esparraguera”, recuerda María Bohanna.

A los 28 días exactos, el 8 de abril, nacieron “trece paticos monísimos”. Aunque en una situación normal habrían abandonado de inmediato el nido y seguido a su madre hasta el agua para empezar a nadar, desde el patio cerrado de María, la pata no podía trasladarlos a ningún lugar, ya que estas aves no aprenden a volar hasta, por lo menos, la octava semana. “Pero allí estaban felices”, asegura su cuidadora, que estuvo alimentándolos durante más de dos meses y que les creó un pequeño hábitat en su jardín.

“Les alimenté de pienso para aves y agua, y cuando fueron un poquito más mayores, les puse unas bandejas de agua para que pudieran nadar un poco, aunque luego ya no cabían. Uno murió a la tercera semana, yo creo que asfixiado porque dormían todos debajo de la madre, pero el resto salieron todos adelante. Y yo salía cada día a sacarles la comida, porque si no, bajaban las palomas y competían bastante por comérsela”, comenta María.

Clases de vuelo

Hasta principios de junio, aunque ya no dormía con ellos, la madre de los patitos estuvo intentando enseñarles a volar para que pudieran desplazarse a su entorno natural, aunque sin gran éxito. “Se colocaba encima de la tapia y les llamaba, les estaba enseñando el camino de salida. Luego se iba a otra tapia más lejana y les volvía a llamar. Ellos se volvían y la veían encima del muro, pero es un patio cerrado, entonces, ellos tampoco tenían una gran perspectiva de lo que hay detrás. Al final, yo creo que la madre se cansó porque no la seguían”, explica Bohanna.

Después de estas clases prácticas magistrales, tan solo uno de los patitos logró salir volando por sí mismo. Completó la hazaña el día 14 de junio, mientras que el resto de sus hermanos continuaban sin dar el paso. Como el calor empezaba a apretar, María tomó la determinación de volver a llamar a la Unidad Verde, con la que había mantenido el contacto durante todo el proceso: “Me dijeron que teníamos que ayudarles a salir, así que vinieron el día 19 y los recogieron uno a uno en un transportín”. Al día siguiente, el 20 de junio, los miembros de la Unidad Verde los llevaron a su hábitat y los soltaron en el entorno del río Gállego, donde, tras volar hacia el agua, pronto se reunieron con otros miembros de su especie.

Para María, la experiencia de convertirse en ‘madre de acogida’ de los patitos ha sido “un privilegio” y un gran aprendizaje: “Fue una pasada, son ideales. Ves cómo van perdiendo el plumón y les van saliendo las plumas, se hacen superbonitos, casi tan grandes como la madre. Ha sido un privilegio porque es una mezcla entre ver un documental de naturaleza y una película de Disney: jugaban bastante entre ellos, dormían juntos… tenían sus costumbres. La madre les enseñó a dar la vuelta al jardín todos juntos y, aunque no viniera la madre, uno de ellos se ponía delante y antes de que oscureciera, daban la vuelta al jardín y luego se ponían a dormir juntos”.

El buen comportamiento de sus peculiares ‘ahijados’ -que como única travesura se comieron algunas de sus flores- y la comprensión de sus vecinos facilitaron la labor de María, que recuerda con una mezcla de alegría y nostalgia esta aventura: “Los echo de menos, pero estoy muy contenta de que estén libres, que es para lo que han nacido”.

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