Por
  • Ana María García Terrel

Aquellas sanjuanadas de Torrero

El Canal Imperial de Aragón, a su paso por Zaragoza.
El Canal Imperial de Aragón, a su paso por Zaragoza.
Guillermo Mestre

Los que llevamos muchos años residiendo en Zaragoza hemos venido asistiendo a su progresiva expansión territorial y a los cambios de su disposición urbana. Sin embargo, durante siglos, la ciudad fue compacta dentro de sus murallas, con un arrabal al norte del Ebro y una orla periférica en la que se diseminaban las ‘torres’.

Pero a finales del siglo XVIII ocurrió un gran suceso que cambió Aragón y Zaragoza: la llegada del Canal Imperial. Abundan las publicaciones en las que se estudia la trascendencia que el hecho tuvo para la agricultura y para el tráfico de mercancías y viajeros, pero menos estudiada y difundida ha sido la repercusión urbana, demográfica y social que la llegada del Canal tuvo para nuestra ciudad, de tal modo que podemos afirmar categóricamente que este dio origen al primer caserío, que, situado a tres kilómetros del núcleo intramuros, sería el germen del actual barrio de Torrero y la primera población estable al sur de la ciudad y al este del Huerva, dentro de los términos de Zaragoza.

Los que poblaron el nuevo ente urbano fueron primero los agricultores, luego el grupo que llegó como mano de obra para su construcción y mantenimiento y, de un modo más estable, el que se asentó junto al Canal para ofrecer sus servicios a los que ejercían las tareas anteriores. Especialmente importantes fueron las funciones de navegación. El servicio de viajeros se inició en 1789. Un barco con capacidad para 14 personas actuaba como diligencia uniendo el Bocal, en Cortes de Navarra, con el puerto de Miraflores en Torrero. Ello exigía empleados en este servicio, arrieros para el tiro animal, aparejadores para cuidar el estado de los barcos, guardas de almacén para vigilar las mercancías y, en fin, toda una serie de personas que atendiesen las necesidades habituales de una población, como molineros, panaderos, herreros, cobradores de peaje y hasta fondistas para alojamiento y manutención de los viajeros.

La conocida obra del Conde de Sástago sobre los canales Imperial de Aragón y Real de Tauste presenta un ‘Plano sobre las obras construidas y proyectadas en el Monte Torrero’ y en él aparecen con claridad las construcciones que albergaban a los habitantes y sus actividades. No voy a extenderme sobre este punto, pero resulta sumamente interesante irlas localizando sobre el plano actual y ver en muchos casos cómo han determinado los viales de la zona.

El mismo Conde de Sástago se encargó de construir, en 1792, los caminos de acceso a Torrero y de embellecerlos a su costa; y gracias a ello la población intramuros se acercó gozosa a conocer ese nuevo mundo. La navegación por el Canal constituyó un espectáculo que conmocionó la vida ciudadana, tanto del pueblo como de la alta sociedad. La fiesta de San Juan, que habitualmente se celebraba a orillas del Ebro, pasó a celebrarse en las orillas del Canal. En 1784 "mucha gente con sillas volantes se trasladó a tomar la Sanjuanada. La ciudad se quedó sin gente por la calle ni tiendas abiertas" nos dice el siempre fiel testigo Casamayor. En 1787 vuelve a recoger otra de estas celebraciones, que se extendieron desde Casablanca, pasando por el Ojo del Canal, al "gran puerto de Miraflores donde había varios barcos enramados". En la Sanjuanada de 1788 aparecen sobre el barco "San Carlos una vistosa grey de máscaras y una orquesta, rodeándoles varios barcos más, enramados y con música, en los que se oían cantar seguidillas y la agradable jota aragonesa", añade nuestro cronista.

El paseo de Torrero entró a figurar como aportación novedosa en el catálogo de los lugares de esparcimiento zaragozano. Nos da fe ‘La Serafina’, obra de Mor de Fuentes, en la que leemos: "Llegamos de excelente humor a Torrero, como la tarde estaba templada y permitía alargar el paseo, a fin de evitar el polvo de Santa Engracia (la calle), dimos la vuelta por el camino que llaman de las torres (...) hoy al salir de casa, vi la mañana apacible y me dio la humorada de ir a pasear a Torrero (...) me encaramo por los altos de Torrero y recreo la vista".

Lástima que este nuevo mundo, con su aspecto lúdico y su aspecto laboral, que trajo un aumento de población por la llegada a la zona de jóvenes matrimonios de la ciudad o de otros puntos de Aragón, que aportó tantas cosas buenas y, cómo no decirlo, tantas nuevas necesidades para su atención municipal y religiosa, estuviera en estos años postreros del siglo XVIII tan próximo al gran desastre que iba a suponer la Guerra de la Independencia.

Ana María García Terrel es doctora en Historia

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión