Por
  • Alejandro E. Orús

Sombras y ruido

¿Qué podemos amar que no sea una sombra?
¿Qué podemos amar que no sea una sombra?

Qué podemos amar que no sea una sombra?, escribió Hölderlin. En el agosto hispánico, tan poco predispuesto a la poesía germánica, es la sombra misma el objeto de nuestros deseos. Uno anda escondiéndose como puede del imperio de un sol absoluto.

Zaragoza bascula en esta época hacia sus sombras con el riesgo de precipitarse definitivamente en ellas. Algunos llaman discreción, o recato, a ese flirteo con la oscuridad, hasta considerar virtud lo que se asemeja a la mediocridad. En general el aragonés percibe la luminosidad en iniciativas que surgen lejos, en otros lugares, en otras ciudades. Como el espectador curioso que observa las perseidas, veloces e inalcanzables, en estas noches de agosto.

Casi todas las claves del verano se hallan en ese juego permanente de luces y sombras. En la Zaragoza del XIX, los fotógrafos, cargados con cámara y placas, desafiaban el calor estival y aprovechaban las horas de luz inmensa del mediodía para retratar vistas y rincones.

Y como entonces, como ocurre en los pueblos de Aragón, a la hora incierta de la siesta el silencio aún se apropia de los callejones desiertos de la ciudad. Es un privilegio casi secreto porque se es aún muy condescendiente con el ruido, aunque se sepa -y hay hasta sentencias judiciales que así lo dicen- que en determinados niveles afecta a nuestra salud y a nuestro ánimo. El ruido, teñido todavía de un falso halo de modernidad, es, probablemente, nuestra última frontera.

En una interpretación elemental, lo ruidoso es signo de vida, temporal como el verano, y antítesis de un silencio con vocación de eternidad. Mientras el uno es variado y fuente habitual de conflictos vecinales, el otro es único y solo parece plantear problemas en exámenes orales, juicios y tal vez conciertos.

¿Qué podemos amar que no sea una sombra? ¿Y qué podemos querer que no sea, al final, silencio? Lo mejor es no exigirle demasiado al verano, más allá de poder mirar al cielo y ver pasar las perseídas, fugaces como casi todo.

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