Cuando el Museo Pablo Gargallo fue colegio y sede de la ONCE

El palacio de los condes de Argillo fue construido con materiales aragoneses, desde los sillares de piedra calacolera de Fuendetodos, hasta las cornisas de madera de Villanúa

Una imagen de la plaza de San Felipe con el palacio de los condes de Argillo entre la iglesia de San Felipe y la Torre Nueva
Una imagen de la plaza de San Felipe con el palacio de los condes de Argillo entre la iglesia de San Felipe y la Torre Nueva
Ayuntamiento de Zaragoza

En la plaza de San Felipe de la capital aragonesa hay un niño sentado que enfoca su mirada a lo que fue la Torre Nueva. Por el rabillo del ojo puede que observe otro edificio, que no es tan alto ni esbelto como la desaparecida torre, pero que es un foco cultural de la ciudad y está catalogado de Interés Monumental. Se trata del Museo Pablo Gargallo, es decir, el palacio de los condes de Argillo.

Dos jinetes, obra de dicho escultor maellano, lo custodian. “Es un edificio de planta palaciega que está a caballo entre el Renacimiento y el Barroco, en una etapa de transición”, indica María José Calderón, técnica de actividades didácticas de los museos municipales. Se construyó entre 1659 y 1661 por petición de Francisco Saénz de Cortés. “Se concibió como la casa palacio de este abogado, quien contrajo matrimonio con la marquesa de Villaverde, hecho que lo convirtió en noble”, añade Calderón.

La condición aragonesa de sus dueños se reflejó en los materiales empleados en su construcción, un rasgo que caracteriza al inmueble. “Ese zócalo está formado por sillares de piedra caracolera de Fuendetodos”, indica la técnica de museos, señalando la parte inferior de la fachada. “La cornisa del exterior y del patio – con ornamentación vegetal y del zodiaco - es de madera de Villanúa, que llegó a Zaragoza en navatas”, cuenta. “Además, los pilares del patio están diseñados con fustes de alabastro de Épila y sus basas, anillos y capiteles fueron esculpidos en piedra negra de Calatorao”.

Esas columnas marcan en el patio un elegante ritmo de colores que continúa en la galería de arquillos de la primera planta. El suelo, de cantos rodados, permite imaginar a los carruajes entrando por su ancha puerta. Si se mira en diagonal desde esa entrada, en una esquina, se descubre una escalera, decorada con pechinas y un gran óculo que la ilumina.

Por esta noble escalinata subieron tres generaciones de los marqueses de Villaverde. Tras esta etapa, pasó a ser propiedad de los condes de Argillo. ”Esta familia lo cedió en 1860 para ser el Colegio de San Felipe. Se trataba de un centro educativo religioso, donde estudiaban tanto chicos como chicas”, expone esta guía que conoce cada rincón del palacio. Su nueva función obligó a hacer una serie de reformas. “Se cerró la galería de arquillos para acondicionarla como aulas, el patio era el lugar de recreo y lo que en la actualidad es el salón de actos, la estancia principal, era el dormitorio de los internos”, recrea.

Después de casi un siglo siendo escuela, el centro educativo se trasladó a la cercana calle de Contamina, en 1958. Durante la última década las clases compartieron espacio con la sede de la Delegación Provincial de Ciegos de Zaragoza, que también se ubicó allí. “Todavía hay personas que recuerdan que la ONCE estuvo aquí, tanto usuarios de la entidad como alumnos del colegio que vienen a visitar el edificio”, apunta María José Calderón.

Se puede participar en esas visitas guiadas porque, además de alojar la colección de Pablo Gargallo desde 1985, este museo ofrece un amplio abanico de actividades culturales, como talleres con niños o muestras teatralizadas dentro del programa del Servicio de Cultura del Ayuntamiento de Zaragoza.

Su origen, las diversas reformas desde los años 70, la ampliación de hace diez años y el continuo y meticuloso mantenimiento han convertido a este palacete en un museo digno de ser expuesto él mismo.

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