Por
  • Guillermo Fatás

La difunta Carta de Zaragoza

Roque Gistau es el talento que presidió Expoagua, la matriz de la Exposición Internacional de 2008 en Zaragoza, con un asombroso grado de eficiencia. Ha dicho a Mónica Fuentes (HERALDO, 14 de junio) que el Pabellón Puente, de Zaha Hadid, no debió haberse construido -opinión muy sensata-, porque era un lujo inadecuado y es un estorbo visual. (No es posible, puede añadirse, darle uso adecuado sin asumir costos preocupantes). Gistau, por otro lado, siente «pena y rabia» por ver aún sin uso la Torre del Agua, airoso edificio de Enrique de Teresa. Fue un gran icono del acontecimiento y, ahora lo es de la capital aragonesa. «Los iconos nunca se hacen con carácter funcional. La Torre Eiffel la querían tirar, se hizo para desmontarla. Lo mismo, el Atomium de Bruselas». Gistau había imaginado que, con o sin restaurante-mirador y sumado el gran atractivo de ‘Splash’ -la gigantesca gota de agua en caída, de Program Collective y Pere Gifre-, pudiera instalarse allí la cosecha planetaria de la Expo: un acopio de pensamiento ordenado, rico y múltiple sobre el Agua y la Tierra.

La parte mejor

La Expo 2008 regaló a Zaragoza algo sumamente precioso: tiempo condensado. Hubo una cooperación casi perfecta entre administraciones (tan proclives a los celos), empresas e individuos, personalidades y miles de voluntarios anónimos. Ello permitió ganar varios años al ritmo normal de la vida. La sociedad entera, de modo emocionante, se retó para superarse en el esfuerzo propio y en asumir la unión, el difícil multiplicador de la fuerza. Este periódico editó textos en inglés y en italiano y griego, en cortés homenaje a las ciudades competidoras sobre la que finalmente eligió la Oficina Internacional de Exposiciones, sita en París.

El trienio de obras 2005-2008 fue un condensado de tiempo, un túnel de alta conductividad para la capital de Aragón, por cuyas venas circuló la acción emprendedora a velocidad decuplicada. Desde el punto de vista municipal y urbanístico, la Expo trajo mejoras de envergadura, funcionales y bien concebidas. Es verdad que hubo propósitos fallidos (como el azud, los penosos barquitos o el bello y ruinoso Pabellón Puente), pero eso no debe nublar el juicio, sobre todo en lo concerniente a infraestructuras duraderas y costosas. Fue un gran salto. La ciudad cambió para bien.

El esfuerzo baldío

La milenaria Zaragoza ha vivido mísera y opulenta, triunfal y vencida, olvidada y famosa, siempre abrazada al Ebro, río que la hizo nacer y que la une con media España. El Agua mora en su genética y una apuesta por el Agua estaba en el orden natural de las cosas. Ahí, paradoja amarga, llegó el gran fracaso. Pero, como ese fiasco localmente es invisible, muchos han optado por borrarlo de sus recuerdos. Eso es memoria histórica a la medida, no historia. La Expo se basó en su Tribuna del Agua. En ella, docenas de expertos, sin acepción de ideologías, dejaron un rico tesoro académico. Este se condensó en una Carta de Zaragoza, hoy olvidada e inútil, que iba a ser cimiento de una política global para que el planeta maltrecho tuviese un faro orientador, al modo en que el Protocolo de Kioto había sido asiento de algo semejante sobre el estado del clima de la Tierra.

Eso es lo que no le importó a ningún político, ni generó esfuerzos dignos de mención. La Tribuna del Agua, dirigida por el mejicano Eduardo Mestre, se desenvolvió correctamente. La Carta en sí estaba un tanto desvencijada cuatro días antes de la clausura de la Expo (sé de qué hablo) y Roque Gistau tuvo que repentizar (otra vez) e indujo una nueva dilatación virtual de las horas, con la cual la Carta de Zaragoza 2008 dio su paso definitivo para aparecer ante el mundo en las debidas condiciones. El objetivo mayor de la Expo, la razón misma de su existencia, parecía logrado. Un espejismo.

Fue un documento interesante y bien ordenado, compuesto por diecisiete considerandos, once recomendaciones universales (incluido el diseño básico de una Agencia Mundial del Agua) y otras dieciséis más dirigidas a los poderes públicos y a los ciudadanos y usuarios. Se numeraron sus párrafos, para facilitar la referencia en el futuro. Al final, se señalaba que una copiosa documentación -ponencias, debates, síntesis y conclusiones- se recogía en el Legado Expo y en la Caja Azul, que quedaban bajo custodia de España, como país anfitrión. La Carta de Zaragoza se remitió a la ONU, a la Oficina Internacional de Exposiciones y al Gobierno de España. Los efectos de tan hermoso esfuerzo han sido nulos. Todos callan y nadie quiere recuperar la apuesta, porque es grande e intimida. No sé si la intención, hace poco enunciada, del presidente Lambán apunta en esa dirección.

Gistau: «Me siento muy frustrado por el legado intelectual de la Expo». (Pues ya somos dos. Incluso quizá seamos diez o doce, a todo echar; eso, sí: mudos y aún boquiabiertos, diez años después).