Historias detrás de los números

Batul y Carmen son dos de las 112 personas que participan en el programa de Refugiados de Cruz Roja. Huyeron de sus países, Siria y Venezuela, para empezar de cero.

Batul Birine, siria, y Carmen Suárez, venezolana, del programa de Refugiados de Cruz Roja.
Batul Birine, siria, y Carmen Suárez, venezolana, del programa de Refugiados de Cruz Roja.
Aránzazu Navarro

Batul Birine tiene solo 22 años, pero ha vivido el horror de la guerra de Siria en primera persona. Su casa estaba en Homs, la tercera ciudad más grande del país y cuando estalló el conflicto se marchó con su familia al Líbano donde estaría hasta el verano de 2016. En aquel momento le ofrecieron la posibilidad de viajar a España con su marido y su hijo y no dudó. La joven recuerda Homs como una urbe normal, donde había hospitales y colegios, no existía el miedo: "Todo estaba bien". Sin embargo, ahora no quiere volver, ya no le queda nada allí.

"Mi vida está en Zaragoza. Cuando mi madre y mis hermanos vengan aquí tendré todo", afirma con unos ojos llorosos. Ella logró viajar a España, pero su madre y sus hermanos no tuvieron la misma suerte y se quedaron en el Líbano. "La situación en ese país tampoco está bien, si no tienes todos los papeles te mandan de nuevo a Siria. No es seguro", lamenta Birine, quien desea que no le ocurra a su familia, ya que su padre murió en el conflicto de Siria, otra razón por la que no quiere que sus hijos crezcan allí.

Ha pasado más de un año desde que esta familia siria llegó a Zaragoza (a Aragón ha acogido a 471 refugiados en tres años) y en este tiempo ya son uno mas. La pequeña Huda nació unos meses después y tiene nacionalidad española, lo que alegra a Batul. En cuanto al niño mayor, de 3 años, ha empezado el colegio y "habla muy bien español", apunta su madre orgullosa. Hasta el momento, ni su marido ni ella han podido trabajar pero espera que lo hagan pronto. "Mi esposo era mecánico en Siria y yo no trabajaba, pero ahora sí que quiero, donde sea, no me importa", explica Birine. Gracias al programa de atención de Refugiados de Cruz Roja han comenzado una vida nueva a 3.300 kilómetros del que era su hogar. En estos momentos viven de alquiler en un piso –que paga la organización– y están en la llamada segunda fase, la de la integración, en la que buscan trabajo y mejoran su español.

"Y me lancé"

"Es como cuando se está hundiendo un barco y tienes que lanzarte ya, no puedes pensarlo. Y me lancé", cuenta Carmen Suárez, venezolana de 50 años. Su hija mayor, de 28 años, fue diagnosticada de linfoma de Hodgkin, un cáncer que afecta a la sangre y que ha dejado a la joven en silla de ruedas. "En Venezuela solo un antibiótico ya cuesta mucho dinero, no podíamos quedarnos allí y nos fuimos a México", señala Suárez. Sin embargo, allí la sanidad es privada y gastaron miles de euros sin garantías. "La vida de mi hija estaba en juego y con el dinero que teníamos o volábamos a España, o seguíamos pagando medicamentos y alquiler en México sin saber el destino final", añade. Así que tomó la decisión de venir a España con sus dos hijas y la pareja de una de ellas.

Desconocían Zaragoza y su llegada fue de casualidad hace dos meses, porque la capital aragonesa tenía plazas libres en el Refugio. Esta residencia de Cruz Roja abrió el año pasado para alojar a personas que han tenido que abandonar su país. Allí les ofrecen comida y vivienda durante seis meses, pertenece a la primera fase, la de acogida. En este centro hay personas de muchos países: Camerún, El Salvador, Ucrania.... "Un día hicimos comidas típicas de nuestros países y para enseñar nuestras culturas", comenta Suárez, al mismo tiempo que afirma que "ya son todos muy amigos". Al fin y al cabo, a todos les une que han tenido que empezar de cero.

"Es un milagro estar aquí y cómo están tratando a mi hija", señala emocionada. Aunque fue la enfermedad de su hija lo que les hizo abandonar Venezuela, está segura de que se hubieran marchado igualmente por la situación que atraviesa su país. "No me importaba comenzar de nuevo –apunta–. Lo que me queda de vida quiero tener libertad, que las calles estén limpias y que pueda caminar a las dos de la mañana tranquila". Esta médico terapeuta confía en que pronto pueda ejercer su profesión y volver en unos años a una Venezuela "diferente" aunque reconoce que "a la sociedad le va a costar recuperarse".

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