LAS ENTRECUBIERTAS

La armadura del tejado

Uno de los espacios menos vistos del Pilar, pese a sus enormes dimensiones, lo constituyen las entrecubiertas, o falsas, como se llaman en Aragón. Sostienen bóvedas y cúpulas

Detalle de una de las grandes armaduras de madera de abeto en el espacio entre la cúpula central y la de la Virgen. Arriba, vista de la bóveda que cubre ambas cúpulas
La armadura del tejado
CARLOS MONCÍN

Hay otro Pilar dentro del propio Pilar. Entre las bóvedas y cúpulas que contempla el visitante desde el interior del templo, y el tejado exterior, existe un amplio espacio absolutamente desconocido para todo el mundo: la entrecubierta, o 'falsa', como popularmente se denomina a ese espacio en Aragón. Nada más y nada menos que casi 6.000 metros cuadrados en los que se tiene una visión absolutamente inédita de la basílica. Allí no suele entrarse para nada, salvo para, mediante tornos heredados de siglos atrás, bajar las lámparas al suelo y sustituir alguna bombilla fundida. Vigas monumentales, centenarias, que no ha sido necesario sustituir por nuevos materiales.


«Es un espacio sin uso pero que podría utilizarse sin mayores problemas -subraya Teodoro Ríos, arquitecto responsable de la conservación de la basílica-. El Pilar tiene dos tipos de tejado, el de las cúpulas y bóvedas, y luego el tejado ligero sujeto por las armaduras de madera que se ven en la falsa». Y es que la entrecubierta está atravesada por una tupida red de vigas que sirven para sostener todo el sistema de cubiertas.


«Todas estas enormes vigas de madera de abeto del Pirineo llegaban a Zaragoza por el río -continúa Ríos-. Son vigas que han dado muy buen resultado y que permanecen tal cual fueron colocadas durante la construcción del edificio. Lo único que hemos hecho ha sido tratar la madera contra las termitas y los hongos. Se les ha dado una capa de aceite de linaza para que la madera se mantenga elástica y viva, que es el mejor modo de que aguante bien muchos años. Y no hace falta ningún tratamiento especial más».


La entrecubierta evidencia, también, las señales de los problemas de conservación que ha sufrido el edificio. Cuando a principios del siglo XX se temió que la basílica podía venirse abajo, fue necesario emprender trabajos de urgencia para garantizar su supervivencia. La operación fue todo un hito dentro de la arquitectura de la época.


«Fue un momento en el que el Pilar, se hundía, pero de verdad, sin exagerar -subraya Teodoro Ríos-. Entonces, lo primero que hizo mi abuelo fue estudiar a fondo el problema. Localizó más de 450 grietas, algunas de ellas espectaculares, de más de 80 centímetros de anchura. Y en todas ellas colocó como testigos dos barras de acero calibrado, fijas. Cada mes se comprobaba una a una cada grieta y su evolución».


Se medía el progreso y se iba registrando su evolución, descontando el movimiento reológico, la dilatación y contracción por efecto de la temperatura. Aquellos testigos se conservan aún en algunos puntos.


«Cuando comprendió cómo evolucionaba todo pudo atajar el problema -relata Ríos-. Por un lado, había un importante problema de cimentación. El río, con sus avenidas, socavaba el subsuelo. Además, la basílica había sido diseñada para aguantar mucho menos peso que el que soportaba realmente; no podía sostener las cúpulas. Hay una cifra que lo dice todo: si lo normal es que una pilastra transmita al suelo una carga de 2,5 kilos por centímetro cuadrado, había pilastras que trasmitían 29 kilos, más de diez veces más».


Así que lo que se decidió fue mejorar el terreno en el que se asentaba el edificio, realizando inyecciones de cemento. «Para conseguirlo, mi abuelo probó una técnica nueva en aquel entonces en casi todo el mundo. Creo que lo de las inyecciones de cemento y arena se había probado en la torre de Pisa, y luego se realizó aquí. Además, ensanchó las cimentaciones de las pilastras y, como por arriba el templo se abría, realizó atirantados en las entrecubiertas para ir consolidándolo todo». Fue la solución definitiva: los trabajos realizados entonces pronto cumplirán 100 años y siguien mostrando su efectividad. «Aguantarán muchos más -concluye Teodoro Ríos-. Esa zona es como si estuviera nueva».


Así que las entrecubiertas son hoy mudos testigos de la salvación del Pilar. Un terreno casi inexplorado, donde solo de cuando en cuando se registra actividad humana. Además, la doble impermeabilización de que han sido objeto las cubiertas exteriores ha evitado cualquier tipo de filtración que pueda dañar las pinturas de bóvedas y cúpulas.


«Aunque pueda parecer sorprendente, la temperatura en esta zona de la catedral se mantiene más o menos constante. Hay variaciones, claro, pero no son bruscas. Es una zona con tanto ladrillo, que tarda mes y medio en calentarse y otro tanto en enfriarse. Eso les va muy bien a las pinturas, a las que una variación brusca perjudicaría notablemente».


No hay ya, tampoco, palomas, que antes invadían todos los rincones del templo a su alcance, y que ahora, después del sistema implantado en todo el edificio, se han alejado casi por completo de él, y eso que numerosos visitantes siguen alimentándolas en la plaza.


Las entrecubiertas son, hoy, el laberinto oculto del Pilar. Quién sabe si algún día, como ocurre en otras catedrales, podrán ser visitadas por el público.