El Pilar, razón y ser de Zaragoza

Además de su significación religiosa y su condición de referente para los devotos de la Virgen, la basílica del Pilar es el símbolo de Zaragoza.

La Virgen del Pilar
La Virgen del Pilar
José Miguel Marco

Dos hechos particularmente relevantes en la historia multisecular del Pilar tuvieron lugar a principios del siglo XX. El primero fue la declaración oficial del templo como monumento nacional. Esto ocurría el 22 de junio de 1904. El segundo fue la coronación canónica de la imagen de Nuestra Señora del Pilar y sucedió el 20 de mayo de 1905. Los dos figuran con trazos de oro en los anales pilaristas.

Del mismo modo que el Acueducto, la Giralda, la Torre de Hércules o la Sagrada Familia nos dan, sin necesidad de explicaciones, la imagen de Segovia, Sevilla, La Coruña y Barcelona, así también el Pilar es el símbolo por antonomasia de Zaragoza, su icono más representativo, la más elocuente tarjeta de presentación de la ciudad.

La silueta de su singular y grandiosa estructura exterior, visible e inconfundible a varios kilómetros de distancia, esa especie de oleaje de torres y cúpulas con el juego dinámico y polícromo de los tejados, esa reiterada sinfonía de agujas apuntando al cielo, indican con absoluta claridad al viajero el emplazamiento exacto de la Cesaraugusta romana, convertida hoy en una urbe moderna y dinámica. Este templo que vemos hoy no es, desde luego, el inmueble más hermoso de cuantos integran en nuestros días el conjunto arquitectónico de la población. Tampoco es el que contiene más y mejores elementos artísticos. Ni ha sido sede de los más señalados aconteceres históricos. Más aún, ni siquiera puede presumir de ser el más antiguo.

La Seo, la Aljafería, la Lonja, los palacios renacentistas que aún se conservan y hasta iglesias parroquiales como San Pablo, San Gil, San Miguel o la Magdalena superan al Pilar; unos, en edad; otros, en historia; otros, en arte; y alguno de ellos, en todos y cada uno de esos aspectos.

Y, sin embargo, ni una sola de las piezas que integran el acervo artístico ciudadano, ningún monumento urbano, por antiguo que sea y haya sobrevivido al paso del tiempo o a la piqueta municipal, sugiere al hombre moderno el nombre de Zaragoza.

Ninguno tiene la capacidad de atracción que posee el Pilar ni suscita la curiosidad o el interés de cuantos transitan por los caminos que cruzan la capital del Ebro.

Zaragoza, ciudad de paso

¿Quién podría contar el número de los que, al divisar el perfil del templo, han hecho un alto en el viaje para hacerse improvisados peregrinos y depositar en la Santa Capilla, ante la Virgen, un cirio, una flor, una plegaria, una promesa o una lágrima?

Se repite hasta la saciedad que Zaragoza es una ciudad de paso, que pocos se detienen en ella. Pues bien, asusta pensar qué sería nuestra ciudad en esta apreciación turística si no existiera en ella el Pilar.

La base y razón de esta singularidad, el porqué de esta especie de necesidad de visitar el Pilar que prende en peregrinos, curiosos y turistas reside, sobre todo, en su carácter devocional y religioso, en el hecho de que una hornacina y camarín en el rincón de una capilla cobija una pequeña imagen de madera y una columna de jaspe, y en torno a ambas se ha desarrollado un culto viejo, ya de veinte siglos, según una antigua, venerada y respetable tradición.

Esta tradición inmemorial transmite un mensaje que es una maravilla para esta ciudad, a saber, que la Virgen María, cuando todavía moraba en Jerusalén, es decir, antes de ser asunta a los cielos, vino a Zaragoza a visitar al apóstol Santiago que, a la sazón, se encontraba a las orillas del Ebro predicando el Evangelio.

Los habitantes de esta tierra, a través de generaciones, durante dos mil años han conservado con amor esta tradición y la han celebrado a través de una liturgia bien sencilla y humana, esa liturgia que yo suelo llamar "del beso y la mirada".

Ir a ver la Virgen y besar la Columna ha constituido el ritual de la devoción popular, el libro de oración de las gentes, el cañamazo en que se ha ido tejiendo la historia religiosa de nuestro pueblo.

No es que el templo del Pilar carezca de historia ni ande huérfano de arte, pero ni el arte, con ser notable, ni la historia, con ser interesante, constituyen la esencia del Pilar.

Esta, más bien, se encuentra en esa corriente misteriosa de fe y amor que ha pervivido hasta nosotros a pesar de los vaivenes ideológicos, de los avatares de la historia y del desdén del tiempo.

La impresionante fábrica del templo del Pilar, con su espectacular conjunto de torres, cúpulas y cupulines, la magnificencia y suntuosidad de su recinto interior, la grandiosidad de sus espacios y volúmenes, amén del estilo barroco que domina en su conjunto, son datos más que suficientes para pensar que este complejo arquitectónico es heredero de construcciones anteriores.

Por lo demás, quien conozca la tradición de la Venida de la Virgen a Zaragoza en los albores del cristianismo se percatará enseguida de que esta iglesia actual es relativamente moderna y que, por lo tanto, debieron existir antes que ella otras iglesias que mantuvieran viva la devoción a Nuestra Señora llegada a las orillas del Ebro el año 40 de la era cristiana. Así es, en efecto.

A este templo que vemos hoy le precedieron otros que atravesaron toda suerte de peripecias por las que, con el tránsito de los siglos, suelen pasar casi todos los monumentos de esta naturaleza. Incendios, ampliaciones, reformas, inundaciones y hasta demoliciones improcedentes acompañan la bimilenaria trayectoria del Pilar.

Como fácilmente se comprenderá, la historia más primitiva de este templo hay que recorrerla a tientas, apoyados más sobre indicios probables que sobre datos seguros.

No obstante, procuraremos hacer una síntesis de las diferentes etapas constructivas del mismo y de sus hitos más relevantes, pero sin entrar en demasiados pormenores que reclamarían un espacio más generoso y apropiado que el ofrecido para un reportaje periodístico.

Los primeros pasos

Al igual que sucede con la tradición pilarista, los primeros pasos en la búsqueda del lugar sagrado que en los orígenes custodió la Sagrada Columna han de ser forzosamente vacilantes, ya que no disponemos de una documentación fiable hasta finales del siglo XII y comienzos del XIII que, además, se refiere a la iglesia de Santa María la Mayor de Zaragoza.

Hay que esperar a los siglos siguientes para encontrar claros testimonios referidos al templo de Nuestra Señora del Pilar.

Mientras no llegan esos testimonios, hay que servirse de las referencias de la tradición, contenidas naturalmente en relatos muy posteriores, todos de la Baja Edad Media.

Según tales referencias, Santiago cumplió las órdenes de la Virgen y levantó una modesta capillita -'aedicula' la llaman los autores de tales relatos- de sólo 16 pasos de largo y 8 de ancho, espacio suficiente para cobijar la Santa Columna traída por la Virgen que, por cierto, jamás se movería ya del emplazamiento original, a pesar de los sucesivos avatares por los que hubo de pasar el templo. Pero de ese supuesto minúsculo oratorio no queda ni rastro.

Cabe pensar que, alcanzada la paz y la autorización oficial del culto cristiano tras el Edicto de Milán del año 313, la diminuta capilla pasaría a ser un recinto de mayores proporciones, sin bien esto no pasa de ser una simple hipótesis.

Parece, en cambio, seguro que el templo permaneció en pie durante la dominación árabe, aunque en un estado de bastante abandono y falto de recursos para su rehabilitación.

Carta 'Urbi et Orbit'

En efecto, consta documentalmente que don Pedro de Librana, obispo cesaraugustano tras la reconquista de la ciudad por el rey Alfonso I el Batallador en diciembre de 1118, escribió dos años más tarde una carta dirigida “a toda la cristiandad” solicitando limosnas para reparar los graves daños existentes y cubrir las necesidades más urgentes.

El devenir posterior de este templo -dedicado, repetimos, a Santa María la Mayor-, antecesor inmediato de las construcciones medievales y modernas, es ya mucho más y mejor conocido, ya que no faltan documentos al respecto. Se sabe con toda certeza, por ejemplo, que el obispo Pedro Tarroja lo adecentó en 1181 y que otro prelado, Hugo de Mataplana, reparó algo más tarde -en 1292- los estragos causados por un desbordamiento del Ebro (a este propósito hay que señalar que el río Ebro siempre ha sido, ayer y hoy, un vecino molesto para la estabilidad y solidez del templo del Pilar).

A esta época tardorrománica debe pertenecer el tímpano con un crismón colocado siglos más tarde en la fachada sur, muy cerca de la puerta principal.

En años sucesivos, otros mitrados y el propio Pedro Martínez de Luna, luego Benedicto XIII en Avignon, enriquecieron con elementos artísticos, donaciones espirituales y ayudas económicas la ya famosa iglesia, en cuyo claustro se hallaba la capilla de Nuestra Señora del Pilar.

Asimismo, no faltaron ayudas y privilegios de la realeza y, por supuesto, generosísimas limosnas de los fieles. Especial relevancia tuvieron las intervenciones personales de doña Blanca de Navarra (1425-1441) que, milagrosamente curada de una grave enfermedad por intercesión de Nuestra Señora del Pilar, se convirtió no sólo en peregrina del santuario (1433) y devotísima de la Señora, sino también en espléndida mecenas del templo.

Un voraz incendio, cuya fecha permanece imprecisa -aunque todos los autores la sitúan entre 1434 y 1435- destruyó prácticamente el templo y el claustro donde se veneraba el santo Pilar con la efigie de Nuestra Señora que, según algunos historiadores, quedó a salvo de las llamas.

Este desgraciado suceso fue determinante para que doña Blanca de Navarra, consorte del rey don Juan II de Aragón, desplegara toda su generosidad, influencia y devoción mariana y contribuyera de manera decisiva a la erección de una nueva iglesia de factura gótica que debió estar terminada en los inicios del siglo XVI, quizás en torno al año 1515.

El origen de un sueño

Aunque todo hacía presagiar que este templo sería el definitivo, no duró mucho tiempo, ya que, desde comienzos del siglo XVII, surgió la idea de levantar un santuario grandioso a la Virgen del Pilar, un monumento que, por sus amplias proporciones, estuviera en consonancia con la singularísima tradición de la Venida de la Virgen en carne mortal a Zaragoza -hecho único en el mundo- y con su misión de guardar y conservar el Pilar traído por Ella misma.

A fomentar este anhelo de monumentalidad convertido en sueño nacional prendiendo en el ánimo de los devotos de todo el país contribuyeron varios factores, entre los que hay que destacar los grandes y numerosos privilegios que otorgaban al Pilar reyes, papas y arzobispos de la época y, sobre todo, el famoso Milagro de Calanda, ocurrido el 29 de marzo de 1640, una portentosa curación verificada en el joven Miguel Pellicer. Este hecho, considerado como una nueva resurrección de la carne, asombró a la opinión pública mundial y desató en toda la nación y más allá de nuestras fronteras una inmensa corriente devocional hacia la advocación mariana de Zaragoza.

Lógicamente, el propósito de erigir de nueva planta un santuario en el mismo lugar en que se hallaba la santa Columna dejada por la Virgen conllevaba la destrucción del ya existente.

Los trabajos de demolición fueron rápidos, ya que las zanjas de la actual basílica comenzaron a abrirse en 1680.

Dos siglos

Del mobiliario del templo gótico desaparecido nos quedan venturosamente valiosísimas piezas, entre las que destacan el gran retablo de Forment, el Coro mayor, un doble juego de puertas mudéjares, tres grandes sargas pintadas al temple y, por supuesto, la imagen de Nuestra Señora del Pilar.

Desde el inicio de los trabajos hasta su conclusión en 1872 transcurrieron casi dos siglos. Por eso, precisamente, nació el dicho “dura más que las obras del Pilar”, aplicado aún hoy a algo cuya ejecución se prolonga durante un tiempo excesivo. Como es sabido, desde la inauguración del nuevo templo hasta nuestros días, la construcción ha experimentado numerosas transformaciones, no pocos añadidos y bastantes reformas.

Pequeño oratorio mariano desde los albores del cristianismo en Hispania, “iglesia madre de todas las iglesias de la ciudad” en el siglo XII, catedral metropolitana desde el 11 de febrero de 1675, Templo Nacional y Santuario de la Raza desde el 29 de diciembre de 1929, basílica desde el 24 de junio de 1948, el Pilar, el templo del Pilar continúa hoy guardando la Columna Santa, la misma que, según la tradición, trajo la Virgen y que, según la liturgia inmemorial y la inscripción grabada en bronce sobre el pavimento de la plaza del Pilar, “guía a su pueblo de día y de noche”, en los momentos gozosos y en las horas tristes.

Fantástico legado el que recibe esta generación, elemento esencial del patrimonio religioso de nuestro pueblo, referencia obligada en la identidad de nuestra espiritualidad regional, a la sociedad actual, gobernantes y gobernados, les corresponde la tremenda responsabilidad de ofrecer en este siglo XXI recién nacido un Pilar digno de su alta misión, de su historia y de su proyección universal.

La primera piedra

El 25 de julio de 1681, fiesta del apóstol Santiago, fue colocada la primera piedra del actual templo del Pilar. Hay que leer las crónicas de la época para percatarse del entusiasmo que suscitó este hecho y para conocer el clima de expectación que invadía al país.

Reflejo de estos sentimientos generalizados es el documento que se puso en la zanja junto con la primera piedra en el que, tanto por su estilo literario como por su contenido, puede percibirse la emoción del momento. Traducido del latín, el escrito dice así:

"Para gloria de Dios bueno y máximo, en honor de la Santísima Virgen del Pilar, la piedad y el amor emprenden la construcción de una basílica más augusta bajo sus auspicios y protección. Para prenda de la fe inquebrantable, para asilo abierto a los pecadores, para perpetuo consuelo de los justos, para remedio de los enfermos de alma y cuerpo, un nuevo cimiento nace, se elevan nuevas torres, templo soberbio, digno del Hijo y de la Madre".

"Empieza la obra (no sin especial providencia y disposición de Dios) en el día consagrado a Santiago que, en los primeros albores de la fe cristiana, vino a España, fue conciudadano de nuestra Zaragoza, puso la primera piedra, la consagró a la Santísima Virgen María, viviendo y mandándolo Ella y, auxiliado por los ángeles, construyó la Capilla que ni el entendimiento respetuoso ni la mano se atreven a tocar y que el tiempo no destruye, Capilla no indigna del nuevo Templo. Milagro inesperado, cuya majestuosidad y grandeza aplauden cuantos lo ven y desean su terminación".

"Gobernando la Iglesia Universal el Santísimo Padre Inocencio XI, siendo arzobispo de Zaragoza Diego del Castrillo, antiguo canónigo de Sevilla y Consejero de Su Majestad. Gobernando Carlos II en España. Siendo Virrey de Aragón el Excelentísimo señor Don Jacobo Fernández de Híjar Silva Sarmiento y Lacerda, duque y señor de Híjar, conde de Belchite, gentilhombre de Su Majestad. Presidente de la Real Audiencia el Excelentísimo señor Don Pedro Antonio de Aragón, Consejero Real. Conviene entregar los corazones al amor de Dios y de su Madre, aplicarse piadosamente al trabajo, para que con los tesoros inagotables de la Divina Munificencia veamos y contemplemos cuanto antes la feliz coronación del Templo de la Virgen María".

(Artículo escrito por don Juan Antonio Gracia, periodista y canónigo emérito del Pilar, el 12 de octubre de 2004)

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