De Jabaloyas al sueño americano

A principios del siglo XX, 115 vecinos de la localidad emigraron a Idaho y Utah para trabajar como mineros y pastores. Un estudio del Centro de Estudios de la Sierra de Albarracín rememora aquella oleada migratoria

Julio Yagües, Josefa Jarque y Domingo Yagües, de Javaloyas, posan con su coche en Idaho.
Julio Yagües, Josefa Jarque y Domingo Yagües, de Javaloyas, posan con su coche en Idaho.
Foto facilitada por Fermin Yagües

Los seis mil kilómetros que separan la Sierra de Albarracín de Norteamérica no fueron obstáculo hace un siglo para que Jabaloyas registrara una precoz oleada migratoria con destino al nuevo continente. Entre los años 1907 y 1931, 115 hombres y mujeres nacidos en la pequeña localidad hicieron las maletas para subirse a lentos trasatlánticos que cruzaron el océano y les permitieron trabajar en la gran mina de cobre de Bingham Canyon, en Utah, o como pastores en el vecino estado de Idaho. La peripecia de aquellos emigrantes ha sido rescatada del olvido por el investigador Raúl Ibáñez en un estudio que ayer fue presentado en Albarracín dentro de la VII Jornada sobre Patrimonio Cultural Inmaterial, organizada por el Centro de Estudios de la Comarca.

Un trabajo del historiador Pedro Sanz sobre la II República en la sierra de Albarracín detectó, al analizar el padrón de Jabaloyas de las primeras décadas del siglo XX, una insólita reiteración de nombres nacidos en la localidad pero residentes en «Vinjam América». Fue la primera pista que puso sobre el rastro de un proceso migratorio que condujo a un centenar de turolenses al Lejano Oeste americano.

El primer natural de Jabaloyas detectado en Utah es Donato Sánchez, que ya vivía en Bingham Canyon en 1907. Su experiencia de una vida digna –a pesar de la dureza del trabajo minero–, con las comodidades y los ingresos propios de un país industrializado de los inicios del siglo XX, frente a la miseria imperante en el corazón de la sierra de Albarracín corrió como la pólvora entre sus vecinos. El boca a boca hizo que decenas de vecinos emprendieran un largo camino para imitarle.

«Se marcharon familias enteras. Solo se quedaron en el pueblo los padres, muy mayores, y los hermanos más pequeños. Todos los hijos en edad de trabajar se embarcaron en algunos casos», relata Raúl Ibáñez, también natural de la Sierra de Albarracín y que ha buceado en los archivos de los dos lados del Atlántico para seguir el rastro de sus paisanos hace un siglo.

Por el puerto de Le Havre

Aunque Jabaloyas fue el centro del fenómeno migratorio -el número de emigrados supera el censo actual, de 68 vecinos-, este afectó también a otras localidades cercanas, pero de forma mucho más modesta. En total, la comarca aportó 146 emigrantes a aquella corriente humana que cruzó el océano en el primer tercio del siglo pasado. Las salidas se hacían por pequeños grupos de amigos y muy raramente de forma individual. El embarque se llevaba a cabo en distintos puertos europeos. El más utilizado fue el francés de Le Havre, a pesar de estar mucho más lejos que el vecino de Valencia. La clave de esta preferencia es que la travesía se podía hacer en menos días –entre 8 y 11– que desde los embarques alternativos.

La vida en Utah no fue nada fácil trabajando en una mina que registraba 300 muertes al año entre accidentes y enfermedades profesionales –la silicosis, sobre todo–. Por eso, muchos de los emigrados cambiaron de oficio con el tiempo para dedicarse al pastoreo, una actividad en la que tenían experiencia por la vinculación tradicional de Jabaloyas con la ganadería. Raúl Ibáñez señala que también hubo trayectos a la inversa, aunque más escasos, con pastores de Idaho que se trasladaron a la explotación minera de Utah, todavía activa y la segunda más profunda de todo el mundo a cielo abierto.

Para rebuscar en los archivos de Utah, donde se guardan fichas de todos los empleados de la mina, Ibáñez contó con la colaboración de la directora de la revista de historia del Estado, Holly George. Más singular es el apoyo que ha recibido de los misioneros mormones de Teruel, que le han facilitado la consulta de los extensos fondos digitalizados que la iglesia de Los Santos de los Últimos Días gestiona en la ciudad de Salt Lake City.

La investigación se ha visto reforzada con testimonios orales de los hijos de quienes emigraron. La hija de Urbano Rodríguez recuerda que su padre le contó al regresar del sueño americano que «se mareó mucho en el barco» que le llevó a los Estados Unidos, hasta el punto de que al llegar al destino tuvo que estar dos días ingresado en un hospital para recuperarse de la indisposición. La mujer, Regina Rodríguez, una anciana de 88 años, relata que su progenitor tuvo «muchos problemas» para entenderse con el patrón porque ninguno de los dos hablaba la lengua del otro. Urbano trabajó en los Estados Unidos de pastor, una ocupación en la que los turolenses eran muy apreciados por su profesionalidad.

Los mineros turolenses ocuparon, en su mayoría, plaza de ‘trackman’, los operarios encargados de tender los raíles para el tren minero. Cobraban 3,4 dólares diarios y varios de ellos arrastraron como consecuencia de aquel periodo una silicosis que les llevaría a la tumba, en ocasiones después de haber regresado a Jabaloyas.

El traslado a los Estados Unidos fue solo temporal y en los años treinta la presencia de ‘serranos’ en Bingham Canyon desaparece. Solo quedaron unos pocos que se casaron allí. Del impacto cultural que supuso aquella estancia, quedan huellas en la localidad turolense, algunas tan singulares como la arraigada afición al póquer y al boxeo. También hay algunos ejemplos en sentido contrario, como un establecimiento hostelero bautizado como ‘Jabaloyas’ en la Baja California (México) que ofrece comida española como principal reclamo.

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