Por las calles de Barcelona, por los caminos de Aragón

Entre plato y plato, un puñado de establecimientos mantienen vivos los recuerdos aragoneses.

"Pescadico frito del Ebro. Bravicas. Navajicas y muchísmas más tapicas". La carta no engaña. Fuera, en la avenida Fabra i Puig de Nou Barris, aguarda Barcelona, pero dentro del restaurante La Esquinica se pisa suelo aragonés. Franquear sus puertas supone batir cualquier plusmarca del AVE: de una ribera del Segre a otra en fracción de segundos.

 

Carteles de Albarracín por aquí, el escudo del Real Zaragoza por allá, un mosaico con el perfil mudéjar de la ciudad de Teruel al fondo y, suspendida del techo, una impresionante colección de cachirulos y pañoletas procedentes de todos los rincones de Aragón. "Me los traen los propios clientes, y he llegado a colgar más de 50", afirma con modestia Paco, el dueño del establecimiento. No lo dice pero Paco, que en 1982 se reunió con su cuñado en la capital catalana (uno de Villarquemado, el otro de Celadas, turolenses ambos), regenta una de las cunas de la tapa en Barcelona. "Aquí funciona mucho el boca a oído. Vienen hasta visitantes extranjeros, y eso que éste es un barrio obrero, nada turístico".

 

Una revista japonesa, un diario neoyorquino y un equipo de la BBC británica han caído rendidos ante sus artes culinarias, eminentemente populares. Todo lo que hay en ese rincón de Aragón transplantado a la capital catalana es auténtico, sin artificio. No es un local que pretenda ser aragonés; simplemente lo es porque no podría ser otra cosa. Y porque sus dueños así lo han querido. "Desde el principio empezamos a llenarlo con cosas de los pueblos. Creo que ya tenemos material suficiente para llenar otro bar", bromea.

 

Tal vez por esa inconfundible naturalidad, a Paco todas las polémicas azuzadas por la clase política entre dos comunidades anudadas por casi diez siglos de historia común hace tiempo que dejaron de interesarle. "Siempre me he sentido muy a gusto. Quizá parecen serios, pero cuando los catalanes te abren su amistad es para siempre. Fíjate: vine para un fin de semana y llevo 28 años", sentencia. Para él, Barcelona es "una ciudad de oportunidades". "Si eres emprendedor y constante sales adelante", revela, sin que parezca hablar de sí mismo. Una clave de su éxito estriba, claro está, en las materias primas de las viandas que sirve: jamón de Teruel, longaniza de su pueblo, vino? Todo lo que es susceptible de proceder de Aragón no viene de otro sitio.

 

Algo parecido ocurre en el bar Calanda, ubicado en la acomodada Travessera de les Corts, enfrente del solar que ocupó en su día el antiguo campo del Barça. Con un nombre tan expresivo, no es difícil imaginar de dónde procede la familia de José Manuel, su dueño. "Soy nacido en Barcelona pero hijo de aragoneses. Aquí me llaman El Maño y en Calanda El Polaco o El Catalán", expone con sorna. Se vanagloria de tener el local pintado con los colores de los tambores de su localidad de origen y de venerar a Luis Buñuel. Y, como Paco, mantiene un estricto régimen de importaciones (melocotón, olivas o aceite) desde la tierra que cubre sus raíces familiares. Si en 'Por el camino de Swann', Marcel Proust asociaba el olor de las madalenas con los recuerdos de su infancia, en Barcelona los alimentos de Aragón constituyen nutritivos vínculos con la tierra que quedó atrás. Detrás de un trozo de longaniza-además de muchas y jugosas calorías- se esconde el recuerdo de veranos de siega, de fiestas patronales, de amoríos juveniles. Algún resorte conecta el paladar con la memoria, el estómago con el corazón.

 

Carles Gil también nació en Barcelona, y sin embargo su voz se eriza para proclamar que es "un pura sangre aragonés y a mucha honra". En una placita en pleno Paralelo se esconde su pequeño refugio gastronómico: Luki. En él, cada noche demuestra con sus cenas que el maridaje de lo catalán con lo aragonés, al menos entre fogones, no sólo es posible sino enriquecedor.

 

"Revisamos elementos de la cocina tradicional aragonesa y los pasamos por el tamiz de la vanguardia catalana", explica con inocultable pasión. Así, las borrajas se transforman en una especie de 'trinxat de la Cerdanya', con patata y tocino ibérico. Cómo no, las borrajas, bandera culinaria de Aragón, también esconden conexiones con el pasado. "Recuerdo que mi madre iba a comprarlas de propio al Mercado de la Boquería. Ahora, como pedimos muchos kilos, las hago traer de Zaragoza". Y el efecto evocador no solo se produce en la mente de Carles: "Muchos clientes vienen únicamente por la borraja, y cuando la prueban me cuentan que tenían tal o cual familiar aragonés". Su cocina, como él mismo, es la demostración empírica de que el 'seny' y la rasmia no son agua y aceite. "La convivencia entre catalanes y aragoneses es muy buena", valora, aunque admite que tal vez los políticos barceloneses no le conceden toda la importancia que Zaragoza merece como nudo estratégico.

 

Entre 50.000 y 100.000 aragoneses residen en la capital catalana. Sus hijos y nietos multiplican esa cifra hasta varios cientos de miles. "Cuando dices de dónde eres, siempre hay alguien que responde: mi abuelo era de por ahí", señala Paco. El recorrido gastronómico aragonés podría extenderse por al menos media docena de establecimientos más. Por las calles de Barcelona, por el camino de Aragón.