El metódico y tozudo aragonés que descubrió Pompeya

El ingeniero militar Roque Joaquín de Alcubierre dio con la ciudad 17 siglos después de ser arrasada por el Vesubio. Hoy se estudia el ADN de las momias que entonces se hallaron. 

Una ilustración de los trabajos en Pompeya, en versión del pintor Pietro Fabris.
Una ilustración de los trabajos en Pompeya, en versión del pintor Pietro Fabris.
Heraldo

Pompeya es un filón para los arqueólogos, los investigadores, los periodistas… Esta semana se ha conseguido secuenciar el genoma de una de las víctimas de la erupción del Vesubio hace en el año 79 d. C. Como consecuencia, ha vuelto a saltar a la palestra la figura del zaragozano Roque Joaquín de Alcubierre, que fue el descubridor de este yacimiento, así como los de Herculano y Estabia. 

Para muchos la historia de este ingeniero militar aragonés, que debería estar a la altura de Schlieman o Howard Carter, es desconocida y en los últimos tiempos apenas una novela y un brazalete de la S. D. Huesca se han encargado de rendirle homenaje. Cierto es que la medalla de los arqueólogos aragoneses lleva su nombre y que algunos eruditos como el maestro Antonio Beltrán o el arqueólogo Antonio Mostalac -que llegó a dirigir la Misión Arqueológica Española en Pompeya- han glosado sus hazañas en más de una ocasión, pero son escasas las calles o las estatuas en su honor y Aragón le ha ofrecido una generosa indiferencia.

Nacido en Zaragoza en 1702, Roque Joaquín de Alcubierre se formó con el apoyo del Conde de Bureta, antes de viajar a Nápoles a servir a Carlos VII de Nápoles, que sería más tarde Carlos III de España. Como narra el escritor Fico Ruiz en sus ‘Aragonautas’ (Ed. Anorak, 2017), el zaragozano recibió la orden en 1738 de hacer terrazas en unos terrenos para construir un pabellón de caza para el rey. De pronto, comenzaron a brotar restos romanos y surgieron algunas estatuas antiguas bajo siete metros de ceniza. “El rey al comienzo estaba algo reticente, pero al final concedió que tres trabajadores hicieran catas y excavaran un pozo y se dejaran caer con cuerdas para ver qué salía”, explica. Los hallazgos no tardaron en deslumbrar, pues a los pocos meses ya se habían rescatado pinturas tan valiosas como la de ‘Teseo vencedor del minotauro’.

Hasta entonces se tenía ‘noticia’ por unas cartas del historiador Plinio de que tiempo atrás había habido una lluvia de piedra y cenizas consecuencia de la erupción del Vesubio. Los intelectuales pensaban que aquella descripción que el romano había hecho desde la bahía de Nápoles, a 30 kilómetros, era una ficción (como la Atlántida) y no una referencia real. Así se fue olvidando la localización de aquellas ciudades hasta el feliz hallazgo del zaragozano, que no tardó en intuir que lo iba encontrando era lo sepultado por la tremenda erupción en el año 79.

Una vista del yacimiento que visitan 30.000 personas al día.
Una vista del yacimiento que visitan 30.000 personas al día.
C. Fusco/Efe

Empezaron a salir estatuas de bronce y mármol, mosaicos, estructuras, villas… Hasta que los precarios trabajadores se toparon con un muro con una inscripción en la que ponía una expresión de bienvenida a Herculano y todas las piezas encajaron de golpe. Todo era real, todo estaba ahí, sólo había que volver a sacarlo a la luz.

El perseverante (acaso tozudo) zaragozano estuvo más de 40 años completando con tesón una labor arqueológica sin precedentes en el mundo, sacando a la luz nada menos que tres ciudades enteras. Trabajó con lógica y sentido común ‘de ingeniero’, aunque también se ganó cierta mala fama y leyenda negra porque todas estas excavaciones se hicieron de forma callada y discreta para disgusto de algunos arqueólogos como Winckelmann, que querían saber qué se estaba cociendo en Pompeya.

Inscripción hallada en Pompeya.
Una de las inscripciones halladas en Pompeya que sitúan la erupción del Vesubio en octubre del 79.
Efe

Cuentan los arqueólogos que trabajó de forma exquisita y todo lo que iba sacando fue a parar al Museo Real de Nápoles. Según Ruiz, hasta tal punto llegó la humildad de Roque Joaquín, que su viuda tuvo que solicitar al monarca una pensión anual en reconocimiento de los servicios prestados porque estaba prácticamente en la ruina.

Poco podía imaginar hace más de 200 años Roque Joaquín de Alcubierre que de las momias que entonces rescataron y cuidaron con esmero los científicos del siglo XXI se pudieran extraer su ADN mitocondrial. Con él, al igual que con los mosaicos y las pinturas murales de las villas romanas, se pueden saber muchos detalles de la vida de los pobladores de Pompeya. De momento, han analizado los restos de un varón de unos 35 años y de una mujer de más de 50. Por lo visto el varón podría proceder de Cerdeña y eso demostraría “los altos niveles de diversidad genética en toda la península italiana durante esta época”, dicen los investigadores, tras un análisis en el que han detectado muchos materiales piroclásticos liberados durante la potente erupción del Vesubio. Por cierto, que quienes han visitado la zona -lo hacen 30.000 de turistas al día- recomiendan una parada en Herculano antes que en Pompeya, por estar menos masificado y porque “allí no cayó tanta piedra ni ceniza, por lo que incluso los techos de algunas villas permanecen”, explican. 

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