Alumnos saharauis matriculados en Aragón: "Allí no hay futuro, estudiar aquí es un privilegio"

Estudios en Paz lleva años escolarizando en la comunidad a menores de los campamentos de refugiados. Pasan el curso con familias de acogida y regresan a sus casas en verano. La asociación llama a los aragoneses a que se sumen al proyecto.

Rita Cacho, Mohamed Mustafá Said y Adolfo Lorente.
Rita Cacho, Mohamed Mustafá Said y Adolfo Lorente.
E. R. D.

Cuesta imaginarse la vida en un enorme campamento provisional en pleno desierto, sin electricidad (o poquísima), con el agua racionada, sin oportunidades laborales ni expectativas de tenerlas, y a expensas de la ayuda internacional. En un mar de jaimas y casas de barro que se extienden hasta donde alcanza la vista, bajo un cielo limpísimo y un sol abrasador que eleva el mercurio hasta temperaturas insoportables. Y con el viento, a veces constante, que obliga a taparse los ojos, la boca, el pelo. Decenas de miles de personas viven así, en los campamentos de refugiados del entorno de la ciudad de Tinduf, acogidos por Argelia tras el reparto de la antigua colonia española del Sahara Occidental en 1975 por Mauritania y Marruecos.

Pese a las dificultades, la vida siempre se abre paso. Y el día a día en un entorno tan hostil se convierte con el tiempo en una rutina de la que sacar, siempre, momentos buenos, motivos para la alegría, y ganas, muchas ganas de estudiar, de aprender. Los niños de los campamentos son el ejemplo. En improvisadas escuelas, con pupitres antiguos, pizarras con tizas de colores, cuadernos, lapiceros, libros y rotuladores enviados a la zona gracias a iniciativas solidarias.

Para olvidar durante un par de meses estas duras condiciones de vida, ya hace años, muchos, que existen las muy conocidas Vacaciones en Paz, desarrolladas por organizaciones que traen a España a menores saharauis para que pasen el verano lejos de los campamentos, disfrutando de un estilo de vida y de unas comodidades imposibles en su entorno cotidiano. Una iniciativa que, por cierto, se retoma este año después de dos veranos de parón debido a la pandemia del coronavirus. Menores de hasta doce o trece años pasan julio y agosto con familias de acogida, en pueblos y ciudades, playas y piscinas, y regresan en septiembre a sus aulas en el desierto con la vista puesta en el calendario, que tiene que perder nueve hojas antes de que puedan volver a España.

Mucho menos conocido es, sin embargo, que hay menores que pasan los veranos en el Sahara, con sus familias biológicas, y regresan todos los septiembres a España, donde se sumergen en el plan de estudios nacional y cursan el año escolar en familias de acogida, inmersos en la misma rutina que cualquier adolescente de esta esquina del mundo. ¿Cómo? Gracias al Proyecto Madrasa.

En Aragón, la Asociación Estudios en Paz es la encargada de gestionar este proyecto solidario y de cooperación, que pretende que estos jóvenes no dejen los estudios y, poco a poco, completen la ESO, la Formación Profesional, el Bachillerato o la Universidad, cada cual según sus capacidades, y tengan las puertas abiertas a un mercado laboral que, de quedarse en sus lugares de origen, les quedaría muy lejano.

Al frente de la asociación aragonesa está la zaragozana Rita Cacho, agradecida y feliz madre de acogida de Mohamed Mustafá Said, un joven veinteañero que ya cursa tercero de Márquetin e Investigación de Mercados y que lleva en su casa más de una década, primero solo los veranos y desde que cumplió los 14, durante todo el curso escolar. Ambos se deshacen mutuamente en elogios hacia el otro. Para Rita y Paco Vallejo, su marido, aquel pequeñajo que llegó un mes de julio y que al principio casi no hablaba se ha convertido en una parte esencial de sus vidas. El otrora pequeñajo y ahora espigado y agraciado joven es consciente de ser un “privilegiado” que supo aprovechar “al máximo” la oportunidad cuando esta llamó a su puerta. “Allí no hay salidas, por mucho que los críos estudien. Los mandan a Argelia para que cursen una carrera, pero luego vuelven a los campamentos y… ¿qué hacen? ¿De qué les sirve ser ingenieros, si después no pueden desarrollarse? No hay futuro”, se lamenta Mohamed.

Una decisión dura, pero meditada

Mandar a sus hijos a España es una decisión dura para las familias biológicas, algunas de las cuales tienen que vencer el recelo a que sus críos se marchen al extranjero y queden bajo el cuidado de extraños. Pese a todo, muchas no ven otra salida y, aunque el sacrificio que les supone dejarles marchar es grande, son conscientes de que así por lo menos van a tener un mañana. “Es más complicado cuando son chicas, los padres tienen miedo a una cultura diferente de la que apenas conocen gran cosa, más allá de lo que ven en las películas o series. Piensan que van a perder sus valores, su cultura, que aquí van a descarriarse”, cuenta Rita.

Y eso que las autoridades saharauis impusieron desde el principio que el Proyecto Madrasa llegara por igual a chicos y a chicas. Así fue durante un tiempo. Pero una “involución” en la manera de pensar en los campamentos, acorde a la que observa “en el resto del mundo”, ha hecho florecer en los campamentos un “integrismo religioso” que no existía, o al menos no era tan marcado, hace diez o doce años. Lo explica Adolfo Lorente, vicepresidente de la Federación de Asociaciones Madrasa en España, que lleva años peleando por que las niñas no dejen de venir a estudiar aquí. Ahora mismo en Aragón hay 13 estudiantes, dos de ellas chicas, y más de 20 jóvenes que ya están trabajando, entre ellos otras dos mujeres. Hay una tercera, que cursaba primero de Económicas pero un problema familiar la devolvió momentáneamente al Sahara, aunque si todo va bien se reincorporará a sus estudios el curso que viene.

¿Racismo? A veces, y son casos "duros"

En las aulas, la normalidad es la tónica general en un entorno ya muy acostumbrado a que muchos estudiantes provengan de otras culturas. “La integración fue muy buena -recuerda Mohamed-, tuve mucha suerte con los compañeros, con los profesores. Sí me costó adaptarme, el cambio de cultura, pero me hice pronto con el idioma y como ya había venido varios años de vacaciones, en conjunto me resultó fácil”. Asegura que no ha sentido racismo en su entorno ni conoce casos cercanos a él, aunque admite que seguro que se dan. “Se dan, y algunos son muy duros”, apostilla Lorente. Desde que en 2009 nació Estudios en Paz en Aragón, la tercera comunidad en crear esta organización tras las de Baleares y Cataluña, han traído en torno a setenta chicos y chicas. “En un 30% o 40% de los casos totales ha habido problemas de adaptación, tanto de los niños como de las familias. Eso lo vivimos como un fracaso. El contraste cultural es enorme, y no solo son los críos los que no se adaptan, también pueden tener problemas las familias acogedoras”, explica.

Y es que traer a uno de estos niños a casa no es fácil. No todo es fiesta y vacación, como cuando vienen en verano, sino que hay que estar muy pendientes de ellos para que estudien, para que no se distraigan, para que cojan nivel lo antes posible. “Por eso, la selección de las familias es muy importante. Les hacemos muchas entrevistas, les explicamos muy a fondo el proyecto, porque la familia acogedora debe tener claro que les va a cambiar la vida. Si no están dispuestos a ello, mejor que no se metan”, indica el vicepresidente de la federación nacional. Además, el proyecto tiene su coste económico. Ronda los 5.000 euros por familia cada curso, porque no solo se trata de darles de comer, vestirles, comprarles cosas. Hay que ayudarles en su día a día escolar. Por lo que los profesores particulares pueden estar a la orden del día. “Sé de familias que contratan hasta a dos”, revela Lorente.

Mucho esfuerzo por todas las partes

El retraso escolar de los menores es muy grande. Vienen con doce, con trece años, y la mayoría de ellos no saben leer ni escribir en español. Y hablar, lo justo. Como para darles un libro de primero o segundo de Secundaria... Son escolarizados un curso por debajo de lo que les correspondería por edad, y aun así se quedan atrás si se descuidan. “Van a clases de apoyo, tienen programas especiales, un seguimiento y acompañamiento constantes, pero si un chico de aquí hace los deberes en dos horas, ellos tienen que dedicarles cuatro o cinco. La consigna es hacer más. Más vocabulario, más deberes, más de todo”, relata Adolfo Lorente. Deben esforzarse, y las familias han de estar encima. Y eso es duro para las dos partes.

Y también para las familias biológicas, que tienen puestas unas expectativas muy altas en sus jóvenes. "Son la esperanza para ellos. Hay chicos que se han vuelto con 15 o 16 años porque no han soportado la presión y es lo peor que les puede pasar, porque se han descolgado de cualquier tren, ya no pueden hacer nada allí y tampoco pueden volver aquí", resume Lorente.

Tolerancia, una palabra clave

Durante la convivencia en España, la tolerancia entre las dos culturas tiene que ser un hecho. Es una seña de identidad del proyecto, que nadie piense que va a cambiar la forma de pensar de nadie. Si acaso, la de la propia familia de acogida, que, cuenta Lorente, acaba viendo de otra manera aspectos de su vida cotidiana que no se había planteado antes. Hay, y así debe ser, tolerancia y respeto hacia los chicos acogidos, de ellos hacia las familias, y de las familias acogedoras hacia las biológicas, y al revés. “El caso es que todos acabamos siendo más tolerantes hacia lo que nos es extraño”, resume.

Los chicos, de hecho, no pierden su cultura, sus raíces, en ningún momento. Tienen contacto entre ellos, se juntan de vez en cuando, dan clases de árabe para no olvidar el idioma. “Me manejo con el español y el árabe con la misma facilidad -explica Mohamed-, pero los más pequeños sí tienen que esforzarse más para no perderlo”. Por eso, reciben clases de refuerzo de manos de un profesor contratado por la asociación, Boulahi Lehvi, que además les ayuda a sacarse el título oficial de árabe, que les puede abrir puertas laborales en un futuro.

Boulahi es titulado universitario en árabe, estudió en Damasco (Siria) y lleva trabajando en la asociación más de diez años. Como él, otros nueve educadores prestan sus servicios en las comunidades en las que existe el Proyecto Madrasa en España, quince en total. Su labor, además de evitar que los críos pierdan el idioma, es que tampoco olviden de dónde vienen. Les enseñan cultura hasaní, les hablan de su historia, les guían y acompañan. La Federación de Asociaciones Madrasa, creada en 2018 para aunar esfuerzos y caminar en la misma dirección, vela porque el currículum y la metodología de estudios sea idéntica en todo el país.

Un infierno de burocracia

Desde que el menor saharaui expresa su firme convencimiento de venir a estudiar a España y su familia biológica consiente el traslado, hasta que desembarca en el seno de una familia acogedora, los trámites son una suerte de infierno de papeleo y permisos y visados que puede prolongarse hasta el año y medio. Las cuatro patas del Proyecto Madrasa son la administración española, el gobierno saharaui, la familia de allá y la familia de aquí. Y cada una de estas patas tiene su propia idiosincrasia.

Los chicos vienen bajo el amparo de la Ley de Extranjería a nivel estatal, y de la Ley de Protección al Menor del Gobierno de Aragón. Por su parte, la administración saharaui obliga a firmar una serie de condiciones, como el compromiso de no adoptar a los chicos, de pagarles los estudios y la manutención, de respetar su cultura, de devolverlos en verano… Este último punto es imposible, de hecho, de incumplir, puesto que Extranjería dictamina que el proyecto debe durar diez meses, de septiembre a junio, cuando los menores tienen que volver obligatoriamente a los campamentos. “Y si una familia dijera que no lo devuelve, se le presentaría en casa la Guardia Civil para llevárselo”, ejemplifica Lorente.

Durante los dos meses de verano, la asociación se moviliza a contrarreloj para lograr el visado que permitirá al menor regresar para el nuevo curso escolar. No es fácil. Necesita la partida de nacimiento (hablamos de un campamento de refugiados en mitad del desierto), la autorización de la familia biológica, el DNI y pasaporte de los padres biológicos y acogedores. Todo ello, en árabe y en francés. Y como España no reconoce a la República Árabe Saharaui Democrática, los documentos a priori no son válidos en el consulado en Argelia, por lo que tienen que ser visados por el Ministerio de Exteriores argelino, que les pone un sello de autenticidad para que el consulado los admita. Todos estos trámites se hacen en Argel, a más de 2.000 kilómetros de los campamentos, y además en verano.

En España en general, y en Aragón en particular, cada familia tiene que presentar cada año a la Fiscalía de Menores de la DGA su declaración de la renta, los documentos de los campamentos, la reserva de la plaza escolar… Todo esto forma un expediente que, cuando por fin está completo, se envía a la subdelegación del Gobierno, que lo revisa y emite una resolución que dice que la familia tal acoge al menor argelino cual. ¿Argelino? Sí, porque los chicos en realidad no tienen nacionalidad, y Argelia les emite un pasaporte digamos que por solidaridad. El documento es idéntico al de un ciudadano de ese país, pero con una numeración diferente que les distingue como saharauis. “La primera vez que se hacen el pasaporte se suele tardar entre seis meses y año y medio. Los argelinos no los emiten como rosquillas, precisamente”, explica Lorente. El proceso es complicadísimo y hay que hacerlo empezando de cero cada verano, y para la asociación, el estrés es “tremendo”. “Por eso es necesaria la asociación; si no existiera, todo esto sería casi imposible. Cuando yo traje a mi chico a estudiar a España, en 2008, me volvía loco con el papeleo”, recuerda.

¿Y la pandemia?

La pandemia también ha supuesto un parón para este proyecto. Los chicos han pasado dos años sin poder viajar al Sahara a ver a sus familias, e incluso hubo alguno al que el cierre de fronteras y el estado de alarma le pilló recién llegado a España. “Muchos lo han pasado muy mal, y hemos tenido que ofrecerles apoyo psicológico”, revela Adolfo Lorente. La crisis sanitaria derivó en mucho estrés para los estudiantes… y para la propia asociación, que se encontró con que los visados de los niños caducaban en junio y desde marzo todo estaba cerrado e inoperativo. 

Después de muchas gestiones, Lorente pudo ponerse en contacto con la subdelegación del Gobierno en Aragón, donde se quedaron “alucinados” por la situación. En ese momento había seis menores en la comunidad y otros 180 en toda España, y todos debían, en principio, abandonar el país el 30 de junio. La subdelegación les pidió un listado por provincias de todos los niños y un resumen del proyecto, “y cumplieron con creces, aquí y en Madrid”. “Migraciones lo desatascó todo mediante una resolución que enviaron a todas las oficinas de Extranjería del país, para que se renovaran automáticamente los permisos de los niños”, explica Lorente.

Ahora, la asociación quiere que los ciudadanos conozcan el programa porque, a su juicio, muy poca gente sabe de su existencia. Y cuantas más familias participen en él, más críos podrán venir a labrarse un futuro estudiantil y laboral en España. 

Mohamed apela a los lazos históricos que nos unen, a la nacionalidad que una vez compartimos. "Mis abuelos eran españoles, y este proyecto nos une a los de allí y a los de aquí. Estamos muy agradecidos por todo lo que hacen por nosotros, y queremos que toda esta labor se conozca", resume.

Adolfo, por su parte, asegura que el Proyecto Madrasa es "apasionante", y la solidaridad en el campo educativo con jóvenes es "una de las cosas más gratificantes" que tiene en su vida. Como le gusta decir, él tiene dos hijos, uno emigrante, el biológico, que vive y trabaja en Bélgica, y otro inmigrante, el acogido, que ya hace años muchos le robó el corazón.

Para Rita, Mohamed es "un regalo" que le ha dado la vida. "Es tan bonito, estos chicos te dan tanto... implicarse merece la pena en todos los sentidos.

Para una mayor información sobre el Proyecto Madrasa, los interesados pueden ponerse en contacto con la asociación Estudios en Paz a través del correo electrónico estudiosenpaz@gmail.com o visitar su página web.

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