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El crimen que lloró Zaragoza

Este domingo, 23 de agosto de 2020, se cumplen 100 años de un atentado que conmovió a la capital aragonesa. Tres funcionarios municipales, el arquitecto José de Yarza, el ingeniero César Boente y Joaquín Octavio de Toledo, escribano, fueron abatidos a tiros cuando reparaban las farolas de la ciudad. Intentaban evitar el caos en una Zaragoza en huelga.

Retrato del arquitecto José de Yarza y titulares de periódicos nacionales, entre ellos HERALDO, que se ocuparon de la noticia
Retrato del arquitecto José de Yarza y titulares de periódicos nacionales, entre ellos HERALDO, que se ocuparon de la noticia
Heraldo

El lunes amaneció caluroso. Mucho. Aún había gente de vacaciones aunque Zaragoza empezaba a recuperarse de su particular ferragosto. Pero el ambiente en la ciudad estaba muy enrarecido. Tenso. Parecía presagiar tragedia.

A las doce menos diez del mediodía llegaron al paseo de la Independencia cuatro hombres sobre los que se concentraron todas las miradas. José de Yarza, arquitecto municipal, portaba una caja de herramientas; César Boente, ingeniero al servicio del Ayuntamiento, empuñaba una pértiga en la mano derecha y en la izquierda llevaba una caja de bombillas; y Joaquín Octavio de Toledo y Tomás Escárraga, escribanos municipales, transportaban a medias una escalera y en la otra mano llevaban sendos rollos de alambre. A pocos metros de distancia les seguían varios agentes municipales. La comitiva había iniciado la jornada en los almacenes de electricidad Marcén, donde habían recibido el material de trabajo. Ninguno tenía que estar allí ese lunes, 23 de agosto de 1920, pero Zaragoza se encontraba al borde del caos. Los encargados del alumbrado público llevaban una semana en huelga y la mayoría de las farolas estaban inservibles. Muchas bombillas se habían fundido porque nadie las apagaba y las pedradas habían hecho el resto. Zaragoza, sin luz nocturna en la mayoría de las calles, daba miedo, así que el Ayuntamiento les había pedido algo fuera de sus cometidos.

Repararon todas las farolas del Coso y de la calle de San Miguel. Al llegar a la altura de la redacción del ‘Diario de Avisos’ charlaron con los periodistas. "Iba César Boente sonriente y nos explicó la misión que realizaban –escribiría un informador horas después–. Al señor Yarza lo encontramos muy preocupado, con la arquilla en la mano, firme, serio, no pronunció palabra. Le saludamos con una chirigota y apenas nos contestó". Quisieron empezar el trabajo en el paseo de la Independencia antes de hacer una pausa para comer. Detuvieron sus pasos en la farola frente a las oficinas del Banco Hispanoamericano. Un hombre les observaba en silencio: de corta estatura, apenas 1,66 metros, vestía pantalón blanco y blusa azul. Moreno, de cara ancha, ojos pardos y boca grande, ocultaba las entradas del pelo con una boina. Una cicatriz de cuatro centímetros de longitud le partía la ceja derecha. Estaba agazapado en el evacuatorio cercano.

La autopsia reveló que los tres funcionarios municipales fallecieron prácticamente en el acto: todos recibieron un balazo en el corazón

Joaquín Octavio de Toledo tendió la escalera sobre la farola y, cuando César Boente se disponía a subir, el hombre semioculto dio varios pasos al frente, sacó una pistola y disparó por la espalda contra el grupo. Yarza, Boente y Octavio de Toledo cayeron mortalmente heridos y el agresor se dio a la fuga. Agentes y civiles salieron en su persecución, mientras algunos ciudadanos llevaron a las víctimas a la cercana farmacia Ríos en busca de algún remedio.

Fotografía de Lucas Cepero publicada en la revista ‘Mundo Gráfico’ en su número del 1 de septiembre de 1920. Con una cruz está señalado el lugar donde se produjo el tiroteo.  Al lado, la hoja histórico penal de Inocencio Domingo de La Fuente, ‘Isidro Delgado’, días después de haber cometido el triple crimen
Fotografía de Lucas Cepero publicada en la revista ‘Mundo Gráfico’ en su número del 1 de septiembre de 1920. Con una cruz está señalado el lugar donde se produjo el tiroteo. Al lado, la hoja histórico penal de Inocencio Domingo de La Fuente, ‘Isidro Delgado’, días después de haber cometido el triple crimen
Biblioteca Nacional de España y Archivo Histórico Provincial de Zaragoza.

La autopsia revelaría, horas después, que el esfuerzo había sido inútil: habían fallecido prácticamente en el acto. Boente y Yarza recibieron dos disparos cada uno; Octavio de Toledo, tres. A todos un balazo les atravesó el corazón. A la farmacia solo José de Yarza llegó con un hilo de vida. Los doctores Borobio, Casas y García Burriel, que acudieron allí a la carrera, intentaron lo imposible y le administraron una inyección de aceite alcanforado. Pero se desangró en segundos.

El criminal, mientras, huyó pistola en mano por la plaza de la Constitución (hoy, de España) y el Coso. A la altura del Casino Mercantil, el comandante de Artillería Hernando de la Cal intentó pararlo propinándole un bastonazo. Pero el asesino logró sortearlo tras dispararle y siguió en su carrera hacia el arco de San Roque. Entró en la calle de Palomeque, luego en la plaza de Santángel (desaparecida con la avenida de César Augusto) y, cansado, buscó donde esconderse. Se decidió por el edificio de los almacenes de coloniales de Francisco Bielsa.

Dentro del grupo de perseguidores se habían destacado cuatro, los guardias de Seguridad Cristóbal Gascón y Ramón Gonzalo, el alférez de Pontoneros José Cordón y el sargento del Regimiento de Aragón José Lafuente. Ellos fueron los que encontraron al agresor escondido en la cocina de la portería del inmueble. Había tirado la pistola al fregadero.

Una Star 1919, de 9 milímetros

Era una Star 1919, de 9 milímetros. Ese modelo de arma recibió en los años 20 el apodo de ‘Sindicalista’ porque la mayoría de los anarquistas barceloneses y zaragozanos la utilizaban en sus acciones. Solían quitarle el forro a un bolsillo del pantalón y la llevaban en la pernera, colgada de una cuerda. Así conseguían que no fuera detectada en la mayoría de los cacheos policiales. Y, si necesitaban emplearla, bastaba con un gesto rápido y ensayado para poder empuñarla.

El triple asesinato conmocionó a la ciudad y a España entera. Y en Zaragoza puso en marcha mecanismos hasta ese momento inmóviles. A las tres de la tarde, más de mil personas acudieron en manifestación espontánea a Capitanía para exigir al general Ampudia que se hiciera cargo de la ciudad. Los zaragozanos no podían más. Y es que el triple asesinato parecía culminar una espiral de violencia iniciada meses atrás, casi cuando los niños apenas habían abierto los regalos de Reyes. La sublevación del Cuartel del Carmen el 8 de enero se saldó con tres muertos y siete fusilados. Y desde entonces se habían sucedido huelgas y violencia. Para que un arquitecto, un ingeniero y dos escribanos municipales acaben reparando las farolas, muchas cosas tienen que fallar en una ciudad. Y en Zaragoza habían fallado demasiadas.

La capilla ardiente de los tres funcionarios,  a los que se rindieron honores, se ubicó en el Ayuntamiento (entonces en el antiguo convento de Predicadores)
La capilla ardiente de los tres funcionarios, a los que se rindieron honores, se ubicó en el Ayuntamiento (entonces en el antiguo convento de Predicadores)
Biblioteca Nacional

Días antes del crimen, los obreros metalúrgicos se habían declarado en huelga y pronto la secundaron electricistas y encargados del servicio de alumbrado público. El alcalde, Ricardo Horno, consciente de lo peligrosa que era una ciudad sin luz, quiso echar mano de los bomberos, pero estos se negaron. Luego lo intentó con los agentes del Cuerpo de Vigilancia, y tampoco (tras el atentado fueron suspendidos de empleo y sueldo 43 de los 112 guardias municipales). En realidad, lo intentó con casi todo el mundo: en el Archivo Municipal de Zaragoza se conserva la lista de los funcionarios que se negaron a reparar las farolas y en ella hay también canteros, hojalateros, pintores, trabajadores del servicio de alcantarillado... Solo cuatro zaragozanos desafiaban a los piquetes huelguistas, y eso que los hostigaban a diario: el somatén Augusto García Burriel, el farmacéutico Llorente y los dos hijos del catedrático de Química Paulino Savirón. Se ocupaban de las farolas de sus respectivas calles. Pero en el resto de la ciudad no había voluntarios y reinaban las tinieblas.

Tres días antes del atentado, viendo que la situación era incontrolable, el alcalde presentó su dimisión ante la corporación municipal. No se la aceptaron. Convocó pues a los concejales y los alcaldes de barrio a una reunión de urgencia en el Teatro Principal y les preguntó si estaban dispuestos a acompañarle para encender y apagar las luces. Y la mayoría se negó, invocando posibles represalias.

En la noche del viernes al sábado anterior al atentado, ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos y en un hecho absolutamente insólito, el gobernador civil huía de Zaragoza. La ciudad, tituló HERALDO, estaba abandonada.

La huelga de obreros metalúrgicos fue secundada por los electricistas. Ni los bomberos ni los guardias municipales quisieron reparar las farolas

El domingo 22 de agosto, de siete a ocho de la tarde, se celebró una reunión en el despacho del gobernador civil interino, Antonio Cotta, a la que asistieron el alcalde, Ricardo Horno, junto a algunos concejales y el secretario del Ayuntamiento. Con ellos, Yarza y Boente. Se encargó a este último que reparara las averías del alumbrado. Yarza, viendo lo peligrosa de la misión, se ofreció voluntariamente a acompañarlo. No quería dejar a Boente solo ante el peligro. Curiosamente, 48 horas antes había cancelado su seguro de vida. Era un arquitecto de éxito, solicitado. "Tal y como me van las cosas –explicó al empleado del banco–, parece que no me faltará trabajo". Fue él quien pidió al alcalde que redujera la escolta a cuatro guardias y un subjefe para trabajar con comodidad. A Horno se le reprocharía poco después el no haberse ofrecido a acompañar a sus funcionarios. Y así se llegó a las 11.50 del 23 de agosto de 1920, cuando se cruzaron los caminos de los funcionarios y de su asesino. Pero, ¿quién era Inocencio Domingo?

Pero, ¿quién era Inocencio Domingo?

Nadie en Zaragoza lo conocía por ese nombre. Había nacido en Fuentecén, Burgos, 28 años antes. Vivió en Madrid, Tarrasa, Oviedo y Mieres. Perteneció al Sindicato Minero y a la Juventud Socialista, aunque era anarquista. A Zaragoza llegó en mayo de 1920, según dijo en el juicio, andando desde San Sebastián. Se presentaba como Isidro Delgado para ocultar su identidad, con la que tenía pendientes de juicio en Laviana, Asturias, dos causas distintas por heridas de arma de fuego. Trabajó en un taller de la calle de Cervantes y luego en la Industrial Química, donde arengaba a los obreros. ‘El orador’, le llamaban.

Estando en Zaragoza, y sin dar explicaciones, abandonó su puesto de trabajo a finales de julio y viajó a Valencia. El tiempo ha sembrado de dudas aquella fuga: durante su estancia en la ciudad del Turia, el 4 de agosto de 1920, fueron asesinados, tiroteados en un paso a nivel, Francisco Maestre, conde de Salvatierra, su esposa y su cuñada. Nunca se detuvo a los asesinos, pero las sospechas se centraron en un hombre. E Inocencio Domingo se alojaba esos días en su casa.

Poco después regresó a Zaragoza e intentó reincorporarse a la Industrial Química. No. Probó en la Azucarera del Gállego. No. Dormía al aire libre o en una casa de huéspedes de la calle de San Pablo. La mañana del crimen estuvo varias horas en las escaleras del Mercado Central, esperando que le ofrecieran trabajo. Nada. Luego se fue al paseo de la Independencia, a sentarse en un banco.

El triple asesinato sumió en llanto a Zaragoza. Más de ocho mil personas desfilaron por la capilla ardiente de las víctimas, instalada en el Ayuntamiento, y todos los comercios y las fábricas cerraron en señal de duelo. La basílica del Pilar se quedó pequeña en el funeral, celebrado el día 25. Pero el odio también barría la ciudad. Horas después del asesinato, un grupo de huelguistas, entre los que había varios bomberos destituidos por negarse a apagar las farolas, fueron al cementerio y amedrentaron a los enterradores para que se unieran a la huelga y no dieran sepultura a las víctimas. Peones camineros y guardas de arboleda y montes se negaron luego a sustituir a los enterradores. Al final, de la triste tarea se ocuparon médicos, practicantes y camilleros de la Casa de Socorro.

La comitiva fúnebre con los cuerpos de las tres víctimas camino del cementerio, a su paso por la plaza de la Constitución (actual plaza de España)
La comitiva fúnebre con los cuerpos de las tres víctimas camino del cementerio, a su paso por la plaza de la Constitución (actual plaza de España)
Biblioteca Nacional

El duelo también estuvo salpicado de incidentes porque en las horas previas cundieron los rumores que anunciaban que hombres armados iban a atentar contra la comitiva que acompañara a los féretros. No fue así. Pero algunas crónicas periodísticas cuentan que, una vez cerrada la capilla ardiente, cuando los féretros llegaron a la plaza de la Constitución, un grupo de personas quiso hacer uso de sus pistolas y hubo cargas de la Guardia Civil. Al llegar a la altura del Casino Principal, también, alguien arrojó una bombilla contra el pavimento y el estallido generó pánico. Un guardia de seguridad de paisano sacó el revólver al entender que había habido un disparo, y un guardia civil que acompañaba a los féretros, al verlo y pensar que iba a disparar, le propinó varios sablazos. El enviado especial de ‘El Globo’ escribió: "...salieron a relucir un centenar de pistolas. Los guardias desenvainaron sables, se vio a algunos sacerdotes con el cirio en una mano y una pistola en la otra". Finalmente, las víctimas recibieron sepultura.

Las muestras de dolor se sucedieron durante días, y al Ayuntamiento llegaron numerosos telegramas y mensajes de pésame, tanto de instituciones (desde la Casa Real a ayuntamientos), como de personalidades de todo tipo. La condena por el asesinato de los tres funcionarios municipales, cuyo único pecado había sido cumplir con su deber e intentar que la ciudad no fuera devorada por el caos, fue unánime en la sociedad española. Mientras se rendían distintos homenajes a las víctimas, las autoridades intentaban dirimir si Inocencio Domingo de la Fuente había actuado solo o tenía cómplices. Hubo varios detenidos, entre ellos Benedicto Alonso, un hombre de 24 años que, horas después del triple crimen, acudió a la cárcel para llevar comida al asesino. A Alonso, que acabaría suicidándose en su celda, le dedicó Antonio Machado uno de sus poemas: ‘El quinto detenido y las fuerzas vivas’.

Desgraciadamente, la muerte de los tres funcionarios municipales no aplacó la conflictividad social y el pistolerismo siguió a sus anchas. Si ese 1920 comenzó con la sublevación del cuartel del Carmen, en cuanto a violencia y sangre acabó a mediados de diciembre, con el asesinato del redactor de HERALDO Adolfo Gutiérrez. Tres años más tarde caería acribillado a tiros el arzobispo cardenal de Zaragoza, Juan Soldevila, que había presidido los funerales de Yarza, Boente y Octavio de Toledo.

Tras el triple asesinato, y pese a la conmoción en la ciudad, los enterradores se unieron a la huelga y se negaron a dar sepultura a las víctimas

Y en el juzgado de San Pablo avanzaba la instrucción del caso. El Ayuntamiento decidió presentarse como acusación privada, movido a defender póstumamente la ejemplaridad de sus funcionarios. La ejercieron Pascual Comín y Marceliano Isábal.

El juicio también tuvo sus escollos: estuvo en el punto de mira de algunas organizaciones. Justo cuando iba a iniciarse, en febrero de 2021, Eduardo Barriobero, abogado del acusado, pidió que se examinara mentalmente a Inocencio Domingo. Barriobero era ya famoso (el año anterior había defendido a los trabajadores de Riotinto), y la Audiencia zaragozana quiso que varios expertos, y no solo los llegados de Madrid, examinaran al acusado. Los exámenes, concienzudos, hicieron que el juicio se retrasara varios meses.

Casi nadie quería ser jurado

Fijada la nueva fecha de la vista para el 28 de noviembre de 1921, surgieron problemas porque casi nadie quería ser jurado: se eligieron 42 candidatos, de los que solo pudieron ser citados 31 y, de ellos, 8 presentaron certificado de estar enfermos. Al último sorteo solo acudieron 23 y el juicio hubo de aplazarse. Al día siguiente se constituyó ya el tribunal, con doce jurados y dos suplentes. Lo presidían los magistrados Antonio Bascón, Celestino Nieto y Cándido Marina. Dada la abrumadora cantidad de pruebas contra el procesado, la batalla judicial se centró en dilucidar si el acusado era dueño de sus facultades mentales y en qué medida. Y no hubo unanimidad.

La defensa había elegido dos peritos, entre ellos el prestigioso César Juarros, que no llegaron a reconocer al preso. Por el lado de las acusaciones pública y privada, los expertos Augusto García Burriel y Joaquín Gimeno Riera apreciaron en él rasgos paranoides; mientras que Ricardo Royo Villanova, Jerónimo García Asensio y Clemente Ostalé, junto al médico de la cárcel, lo consideraron absolutamente cuerdo. Inocencio Domingo de la Fuente, durante el juicio, mostró un comportamiento errático, hasta el punto de que una de las sesiones hubo de suspenderse al sufrir un desvanecimiento.

El autor del atentado fue condenado a tres cadenas perpetuas, pero fue excarcelado tras la proclamación de la II República

Al final, el 3 de diciembre de 1921, el jurado estuvo deliberando durante hora y media y acabó dando veredicto de culpabilidad para el acusado, reconociendo la circunstancia agravante de alevosía pero no la de premeditación. Y descartó que Domingo de la Fuente sufriera enfermedad mental alguna.

El tribunal le impuso una condena a tres cadenas perpetuas, posteriormente rebajada a 90 años. Excarcelado en Figueras en 1931 con la proclamación de la II República, fue arrestado y liberado durante la Guerra Civil, se refugió en Francia, donde fue detenido por los nazis, y acabó sus días en 1966, en una residencia de ancianos francesa.

Quedó, para el futuro, el recuerdo de las víctimas. Y esa frase del monumento que les rinde homenaje: "¡Ponga Dios paz en las luchas sociales que llevan a estos horribles descaminos!".

José de Yarza Echenique
José de Yarza Echenique
Gustavo Freudhental

Las víctimas

José de Yarza Echenique

Nacido en 1876, era hijo de José de Yarza y Fernández y miembro de una familia de arquitectos que se remonta al siglo XVI. Estudió la carrera en Barcelona y, tras obtener el título en 1901, fue nombrado arquitecto diocesano en Zaragoza. Dirigió las obras, iniciadas por su padre, de la segunda torre del Pilar. Diseñó la Casa Juncosa (Sagasta, 11), joya del modernismo en la capital aragonesa, y el edificio de La Caridad. En 1911 fue nombrado arquitecto municipal y tres años más tarde, en colaboración con Teodoro Ríos Balaguer, proyectó el edificio para la Casa de Ganaderos y restauró la Lonja. En 1919 construyó el Grupo Escolar Gascón y Marín. Fue responsable del cubrimiento del Huerva. Dejó viuda, Concha García Solsona, y tres hijos.

César Boente Álvarez

Nacido en Pontevedra, fue un joven «simpático y estudioso», según los periódicos de la época, aficionado a las regatas y buen intérprete de piano, que destacó mientras cursaba ingeniería en la Escuela Superior Industrial de Vigo. Amplió estudios en Madrid y llegó a Aragón junto a su padre, nombrado gobernador civil de Zaragoza. Cuando su progenitor obtuvo un nuevo destino, él, ya ingeniero municipal, decidió quedarse en la capital aragonesa:se había enamorado de Josefina Camo, con la que contrajo matrimonio y formó un hogar. En agosto de 1920 estaba de veraneo en Zarauz. Se enteró de la situación que se vivía en Zaragoza y se ofreció para reincorporarse al trabajo. Llegó en motocicleta la tarde anterior a su muerte.

Joaquín Octavio de Toledo

Tenía 27 años cuando fue asesinado. Miembro de una familia en la que abundaban los militares, era ayudante del arquitecto municipal, José de Yarza, y contable del Teatro Principal. Casado dos años antes del atentado, había tenido dos niñas. Una de ellas había nacido cuatro días antes del atentado.  

Monumento a los funcionarios municipales asesinados en su ubicación original, en Independencia
Monumento a los funcionarios municipales asesinados en su ubicación original, en Independencia
Heraldo

Doble homenaje a las víctimas

El Ayuntamiento de Zaragoza ha recordado a las víctimas del atentado durante décadas, y los 23 de agosto les dedicaba un pequeño y cálido homenaje. Tras varios años sin celebrarse, lo retoma ahora con ocasión del centenario. Este domingo, a las 10.00, en el cementerio de Torrero –tras un responso en la capilla de la familia de Yarza–, la vicealcaldesa, Sara Fernández, y Alfonso Mendoza, concejal de Personal, junto a Federico Pellicer (arquitecto) y Julio López (ingeniero), en representación de los funcionarios municipales, han depositado una corona de flores en la plaza de la Paz, donde un obelisco de granito recuerda a los tres asesinados y bajo el que están las cenizas de Yarza y Octavio de Toledo. Las de Boente no están en la ciudad. Allí se ha dicho una oración, antes de depositar otra corona, a las 11.00, en el monumento a los tres funcionarios en el paseo de la Constitución. A los actos han asistido familiares del arquitecto José de Yarza.

En el Archivo Municipal de Zaragoza se conserva el expediente del asesinato. En él hay una copia del bando que dictó el alcalde, Ricardo Horno, el 24 de agosto: "Quien cometió este hecho, propio de fieras y no de humanos, no puede ser obrero ni hijo de Zaragoza, sino un malhechor avezado al crimen, que goza dando rienda suelta a sus malos instintos". Se conservan también dibujos de proyectos de monumentos en recuerdo a las víctimas. El cenotafio promovido por el Ayuntamiento se levantó al final del paseo de la Independencia y en 1961 se trasladó a su emplazamiento actual. Es obra del arquitecto Miguel Ángel Navarro y del escultor Joaquín Tobajas. En granito gris y bronce, de tres de sus esquinas pende una lámpara que evoca las luces que nunca deben apagarse en una ciudad. En Independencia, 30, que fue su domicilio, una lápida costeada por los arquitectos españoles rememora a José de Yarza.