especial san jorge

Codo con codo o la unidad de todos ante la amenaza del virus

Ya sabíamos que Aragón era una tierra acogedora y solidaria de gente tenaz con un elevado sentido del deber. Paisanaje dispuesto a tender una mano y a crecer en solidaridad, entrega y compromiso. Las siguentes historias son una lección de autoestima o la conciencia de un gran pueblo que se anuda, codo con codo, contra
la amenaza de la pandemia: es el espejo de un heroísmo cotidiano y radicalmente coral en el que casi nadie desea quedarse al margen.

Aplauso a las ocho de la tarde en el Hospital Clínico de Zaragoza.
Aplauso a las ocho de la tarde en el Hospital Clínico de Zaragoza.
Guillermo Mestre

Las pequeñas cosas de la vida son las grandes cosas del mundo. ¿Quién nos iba a decir, de nuevo, que una criatura invisible, casi fantasmagórica, pondría al planeta patas arriba, que podía descoserlo en toda su fragilidad, desatar el miedo e inmovilizar a tantas y tantas personas en sus casas en muy pocos días?

Las pesadillas de ciencia ficción se han hecho realidad a toda velocidad. La amenaza se ha hecho veraz con sus contagios y sus muertos; la pandemia ha revelado que este planeta que parecía consolidado en tantos asideros, y no solo en la idea central de civilización labrada en el tiempo, pende o pendía de un hilo. Puede desplomarse en un suspiro, en el lapso en que se entona un lamento o se vuela de Oriente a Occidente. En ese instante en que una oleada general de incertidumbre y de maligno misterio nos hace sentir inermes, víctimas de un fantasma inexorable y cruel que gana todas las latitudes.

Todo eso ha sucedido. Se tambalean las estructuras, el presente está malherido y el futuro es un lugar más que incierto. Un territorio que solo suscita sombrías conjeturas. En poco más de un mes, España y otros países se encuentran ante el abismo: una partícula, una molécula, un virus, ese cuerpo extraño que aún no tiene respuesta, nos ha dejado a la intemperie. En ese espacio flotante donde las ideas y los cuerpos se muestran como mínimo vacilantes. No es una guerra y es una guerra; la pandemia es un estado de ánimo, una perplejidad dolorosa, un temor con alas.

¿Cómo se le hace frente? ¿Cómo se le está resistiendo? De todos los modos posibles. Con la investigación desde la ciencia y la empresa, con la profilaxis constante, con serena terquedad, con entusiasmo, con generosidad, con responsabilidad. Esta pandemia no tiene nada de frivolidad, aunque sea tan susceptible de encerrarse en cápsulas de humor negro en autodefensa o en el bálsamo de los chistes, y exige respuestas en cadena, con entereza y sensatez. Pide lucidez, cabeza fría y audaz, orden, la rapidez justa ante el vértigo del peligro, más rapidez que precipitación, y pide una idea central de resistencia y combate: con equilibrio, con honestidad.

Ahora, más que nunca, o como nunca, no hay nada más importante que la vida: ningún partido, ningún egoísmo, ni la cuenta de la lechera aplicada a los votos, ni la animadversión a un rival en el parlamento o en un municipio, ni el distraído narcisismo de un político que pueda sentirse postergado o cuestionado. Todo eso ahora es desvarío insustancial y abominable. Si alguien lo sintiese debería aparcarlo de inmediato. En este momento no vale nada la mayor o menor egolatría de un político, y sí importa mucho más su capacidad de animar empatías, de tejer vínculos de colaboración, la hermosa inteligencia de gestionar. El precipicio es idéntico para todos y no hay salvación individual ni tampoco habrá elegidos, aunque la historia también nos enseña que la tragedia siempre se ensaña con los débiles o los más desamparados: en este caso, con los ancianos.

Ellos son ese vértice que más nos conmueve: el bicho, en su cruel despliegue, no atiende a razones ni respeta la biografía de los luchadores ni las canas; carece de la más mínima compasión. Los demás, en cambio, los sentimos como la memoria de la tribu, el arbolado que ha protegido siempre y hoy sus ramas palidecen, el espíritu de una rebelión tan tenaz como sigilosa en la larga noche de piedra que vivió el país.

Retazos, historia de la gente

De eso en el fondo tratan las páginas que vienen a continuación. Retazos de vida, historias de la gente que está al pie del cañón, mimando los detalles, resistiendo donde sienten que tienen que estar: en la sanidad, en los laboratorios de la ciencia, en las cadenas de alimentación, en el campo, en el transporte, en la limpieza de la calle, en la enseñanza, en la banca, en los servicios sociales. La sociedad, incluso en sus rutinas inadvertidas u olvidadas a fuerza de costumbre, tiene algo de sinfonía, de mecano donde todo es necesario y único. Las páginas que siguen parecen copiar al poeta John Donne, que intuyó la unidad del mundo: "Cada hombre es una pieza del continente. Una parte del todo". Así que ahora más que nunca, seremos islas, sí, individualidad irreductible, sí, pero formamos parte de un edificio que no admite ausencias, ni indiferencia, ni pereza. Y mucho menos la soberbia de quien cree tener la razón y todas las salidas a la crisis sin mancharse las manos cuando la suciedad, o el dolor, se agiganta.

Hay que vivir para ver. Hay que ver para sentir lo íntimo y lo público hasta el tuétano. Nuestros fotógrafos lo han hecho como siempre: mirando hacia un lado y hacia otro en pos de la luz esencial, de la carne trémula del relato, aprehendiendo la humanidad, captando lo visible e invisible, tantos y tantos rasgos de ternura, de delicadeza, del afán constante de hacer las cosas bien y de sembrar en el mundo, en este Aragón inmenso de extensión y sensibilidad, palabras cargadas de sentido. Fraternidad. Compromiso. Solidaridad. Gozosa obligación que redime y justifica en las regiones más privadas de uno mismo. La magia de la colaboración frente a la fatalidad.

En estás páginas, en estas fotos que informan y revelan, en estos retratos que confían actitudes y pulsiones sinceras, hay muchas lecciones. Todos aprendemos de todos a cualquier hora si tenemos los sentidos abiertos y la curiosidad encendida. Si no miramos por encima del hombro. Quizá la primera lección es que son muchos, muchísimos, los que se enfrentan a la alarma, al desconcierto. Son muchos los que tienden la mano y calientan el corazón asustado del otro. Los médicos, la enfermería, los celadores, los servicios de limpieza, los administrativos, los ambulancieros, los servicios sociales, etc., son aplaudidos cada tarde. Ha sido un hallazgo espontáneo y, felizmente, no cansa. En el fondo nos mantiene en vilo: es la hermosa dádiva del reconocimiento. Los sanitarios se afanan de un modo increíble: cumplen con su deber, con su deontología, honran su oficio, y simultáneamente abren brecha y alumbran la tiniebla, enseñan un camino de normalidad, de sosiego y de prudencia a los demás. Su actitud, ante el animalillo ominoso Covid-19, es de firmeza y cercanía; y acuden a apagar todos los fuegos de la incertidumbre y del horror, que irrumpe cada vez que sabemos que se ha ido alguien, conocido, cercano, o que corre peligro. El sector sanitario brilla con razón en el escaparate de los esforzados. Pueden contagiarse ellos y contagiar a los suyos, y lidiar con eso no siempre es fácil. El miedo habita el corazón incluso del más osado. No queremos caer en la demagogia del elogio reiterativo: su tarea está ahí y nos envuelve. Y su actitud, por lo general, es absolutamente reparadora. Pero tampoco es única.

El valor absoluto de la ciencia

En estas historias hay otros muchos héroes. Héroes cotidianos, sabios, entusiastas, laboriosos que buscan horizontes de verdad y de libertad, y que huyen del victimismo. De entrada, si oímos a los investigadores y farmacéuticos, y aquí los hay brillantes, de proyección universal (piensen en Carlos Martín o Luis Oro) vemos que no habrá vacunas hasta dentro de un año al menos, que existe un terror no escrito, o presentido tan solo, a una segunda oleada del virus en otoño y que necesitamos ser autosuficientes con nuestros fármacos. Es decir, se trata de considerar muy seriamente la investigación.

La ciencia es capital; sea esquinada, difícil, inaccesible, nada fácil de asimilar –lección de claridad que nos da en estas entrevistas admirablemente María Pilar Perla–; la ciencia es imprescindible y hay que considerarla como un patrimonio de la carne, del alma y del bienestar. Otro recuerda que quizá se haya reaccionado tarde y alarma una declaración de Yamir Moreno: España no cuenta con un comité científico que asesore al presidente Pedro Sánchez. ¡Pues anda que no tendrán el Gobierno y los ministerios cargos de propina, regalados! La declaración es una denuncia y una crítica, y una invitación a la responsabilidad institucional. Algo que se hace desde muchos frentes, con suavidad y a veces con aspereza, desde la certeza de que el barco es de todos y nos hundimos todos a la par irremediablemente.

La gente muestra su grandeza y su cotidianidad sin aspavientos. Se reivindica un poco más de respeto por el producto nacional. Y se cuentan esas historias menudas tan conmovedoras como sencillas en un tiempo en que lo cotidiano se ha vuelto excepcional: ir a comprar el pan, acudir a un banco, asimilar el confinamiento con el temor de perder la masa muscular, peinar las calles para lavarlas. Se habla de la relación con los alumnos, de su capacidad para interiorizar las nuevas tecnologías; con todo, se oye casi un principio pedagógico: «El profesor nunca podrá ser sustituido». Y se dejan balbuciendo sueños o anhelos: la crisis del coronavirus servirá para unir a los europeos. O al menos debería servir. Ojalá.

Aquí los héroes, sin espadas y sin ínfulas, lo son todos. Héroes modestos, empecinados, sagaces. Héroes de ida y vuelta. Para muchos se impone una certeza: vivimos en una sociedad orgullosa, peleona, con múltiples atributos, que no se arruga y que lanza por los aires un mensaje de autoestima, la bella determinación de expresar "nuestro valor codo con codo en la sociedad".

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