DIARIO DE UN CONFINAMIENTO

La juerga en los balcones (cuando se tiene vértigo)

Día 4. Uno trata de participar en ese trajín de cánticos, juegos y aplausos, pero el miedo a las alturas le obliga a hacerlo medioreptando por la terraza y bien pegadico a la pared.

Si esta composición no merece un Pulitzer, yo ya no entiendo nada.
Si esta composición no merece un Pulitzer, yo ya no entiendo nada.
C. P. B.

Vecina de enfrente, sé que hago cosas raras, pero no me juzgue. A usted la llevo viendo cuatro días venga a sacudir las alfombras por el balcón y empiezo a sospechar que tiene más que el ‘sah’ de Persia. Calculo que su casa no superará los 80 metros cuadrados y no me cabe en la cabeza que tenga tanta alfombra que sacudir. Empiezo a sospechar que regenta usted un taller clandestino de copias de los tapices de la Seo, aunque también pueda ser la paraonia tras tantos días sin salir de casa. ¿Tantos? En concreto, dos, que anteayer hice la compra. Pero si uno no puede insuflar épica a una crónica personal, apaga y vámonos.

En honor a la verdad he de decir que usted, vecina, vecina de enfrente, es la mar de escoscada. Cuando no sacude alfombras, limpia los cristales de la terraza como si no hubiera un mañana. Los tiene tan relumbrosos que, como suele decirse de los suelos, se podría comer sobre ellos. Sí, entiendo que sería complicado servir una sopa sobre los cristales, pero con una par de cuerdas de ‘rappel’ y unos mosquetones… Cosas más raras se han visto ya por los balcones y eso que apenas llevamos cuatro días de encierro. ¿Pero qué juerga es esta? Que si aplausos, caceroladas, partidos de pádel a través de las ventanas, que si ‘hola don Pepito’ en los pares y ‘hola don José’ en los impares. Madre mía, qué trajín. Decían que las palomas fliparían al ver las calles desiertas, pero creo que aún se sorprenden más al ver tanto jolgorio balconil.

El caso es que, vecina, vecina de enfrente, habrá comprobado que yo también trato de participar en esa fiesta ‘non stop’ de las terrazas. Lo hago regular, eso sí, porque sufro cierto vértigo. Además, este balcón está un poco inclinado y la barandilla se me antoja bajita y no la veo yo muy férreamente asegurada. Es por esto que igual se piensa que me asomo al balcón para imitar a Chiquito, pero no. No está en mi ánimo hacer una ‘performance’ de ‘clandenauer’. Abro la puerta de la terraza y repto pegadico a la pared porque me asustan los metros de caída a la calle. Camino despacio, tocando con la espalda los ladrillos y echando en falta un arnés. Alguna vez me he enganchado con las escarpias que puso el anterior inquilino quién sabe si para colgar macetas o alguna jaula. Incluso, me he desgarrado la ropa, si bien por suerte estos días –bueno, la verdad es que nunca– no visto carísimos jerseys de Miu Miu sino sudaderas y pijamas ya raídos de antemano. A los dos minutos fuera, me da la neura, y vuelvo para adentro caminando como si hubiera salido de un pergamino egipcio.

Me dan envidia todas esas películas italianas en las que los vecinos discuten y bromean de balcón en balcón. De hecho, incluso, me viene a la cabeza aquella sección en la que Rociíto Carrasco hablaba a través del atrezzo de un patio de vecinos con María Teresa Campos. ‘El Tendedero’, se llamaba. Vaya par de visionarias. Aunque, vaya, lo del guardia civil y Bigote no se lo vieron venir… 

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