sociedad

Cien azotes y un destierro por disfrazarse en Carnaval

A pesar de que la fiesta de raíces paganas se celebra desde hace siglos, han sido mucho los intentos para acabar con esta “época de vellaquerías”. Por decenas se cuentan los bandos que vetan el uso de máscaras y disfraces para un Carnaval que también fue prohibido en el franquismo.

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Marín Chivite

El Jueves Lardero dio ayer el pistoletazo de salida del Carnaval. Por las calles comenzarán a verse las primeras máscaras, mientras que onsos, trangas y ensabanaus preparan ya su desfile por el corazón de Zaragoza. Pero no siempre fue tan sencillo disfrazarse. De hecho, el Carnaval es una de las fiestas más vetadas a lo largo de la historia, porque ataca a los poderosos y su carácter satírico y profano siempre ha hecho recelar a todas las instituciones. En consecuencia, se cuentan por decenas los bandos de los concejos que, con escaso éxito, prohibían su celebración y que enumeraban cruentos castigos para quienes se atrevieran a desobedecer la norma.

Cien azotes y destierro en época de Carlos I. Mil ducados de multa y presidio con Felipe V. Incluso condena a galeras si se era plebeyo. Las penas por ponerse disfraces y máscaras han sido de lo más severos en la historia de España. Se ve que el poder nunca ha llevado bien las burlas, que es la verdadera esencia del Carnaval.

¿Qué motivaba la censura a una tradición centenaria que hundía sus raíces en la época romana? Dicen los expertos que la colorida fiesta sobrevivió a duras penas a las reordenaciones de las fiesta religiosas. Gran parte de la hilazón del Carnaval, sobre todo en los pueblos, se halla en las celebraciones de San Blas y San Antón y, por descontado, la Iglesia no quería vincular a sus santos con las “conductas obscenas” del estos días.

En los archivos aragoneses se hallan bandos, actas y disposiciones legales hasta del siglo XVI que tratan de justificar la cruzada contra “los alborotos del Carnaval”. Una de las más curiosas es un acta municipal de Daroca, fechada en 1569, que dice: “El señor Justicia ha propuesto lo mucho que se ofende a Dios en los regocijos que se suelen hazer en los días de Carnestolendas, echando agua, coetes, vasuras, lodos y otras vellaquerías y desonestidades”. En consecuencia, se remite este disgusto al concejo para “que se haga la ley que bien conviene” para controlar los desafueros previos a la penitencia de Cuaresma.

Un bando zaragozano de 1816 en el que se regulan los bailes de máscaras.
Un bando zaragozano de 1816 en el que se regulan los bailes de máscaras.
Archivo Municipal

En Zaragoza se tiene conocimiento de una norma de 1521 que ya regulaba el uso de disfraces y máscaras (que no se podían usar salvo diez días antes del Carnaval), si bien la directriz más censora fue la que a nivel general marcó Carlos I en 1523 para todos sus territorios. Dictó el monarca una ley para que no hubiera “enmascarados en el reyno” y prohibió también ir disfrazado con una pena que variaba en función de la condición del infractor: si era de extracción humilde bastaba con cien azotes públicos, si era un noble se le imponía el destierro por un periodo de seis meses.

Otra interesante referencia de estas festividades se obtiene gracias a los apuntes de Enrique Cock, militar inglés al servicio de Felipe II, hizo durante una visita a Zaragoza en 1585. “La gente va en máscaras por la calle diciendo coplas (…) Los criados y las mozas de servicio echan manojos de harina unos a otros”, escribe, anotando también que están “muy deseosos de lujuria”. El carnaval urbano del siglo XVI, como el actual, también echaba mano de “personajes grotescos”, que no eran otros sino los cabezudos que persiguen a los niños en las fiesta del Pilar. También en los textos de Pedro Cerbuna se menciona ya a “la autoridad festiva” que es el rey de Gallos y se narran las costumbres de unos días que concluían con “el domingo de piñata”.

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Asistentes a un baile de máscaras en Zaragoza en la década de 1930.
Marín Chivite

Mientras que nuevos bandos y nuevas leyes insistían allá por 1745 en la prohibición de fiestas con antifaz bajo una pena de mil ducados (Felipe V llegó a endurecer las multas y a los plebeyos los mandaba, incluso, a galeras), por el país vecino comenzaba a filtrarse una moda que iba a causas furor en los salones aristocráticos españoles. Los bailes de máscaras, siempre con rifas benéficas, hicieron también fortuna en Zaragoza y cuentan que la alta sociedad hacía ostentación imitando los trajes de la Comedia del Arte. Arlequines y atuendos de lo más historiado podían verse en los casinos y las casas nobles del Coso.

No obstante, el anonimato que aportaba las máscaras hacía del Carnaval una fiesta “no del agrado” de las autoridades. Con el absolutismo aumentó el celo y la persecución e, incluso, se llegó a recompensar a los delatores. Ya en 1771, año en el que Goya presentaba sus bocetos al Cabildo del Pilar, se publicó otro bando que prohibía añadir máscara al disfraz de Carnaval, como recoge Guillermo Fatás en su libro ‘De Zaragoza’, publicado en 1990 por la Institución Fernando el Católico. 

Un bando de 1850 que prohíbe las caretas y las comparsas.
Un nota de Alcaldía de 1850 que prohíbe las caretas y las comparsas.
Archivo Municipal

En el archivo municipal pueden consultarse abundante información sobre las fiestas de Carnaval en Zaragoza y entre los documentos digitalizados más antiguos figura una normativa para un baile de disfraces del 12 de febrero de 1828 o un bando de 1850, en el que se prohíbe poner monas (muñequicos como inocentada) a quienes transiten por las calles. También se considera falta grave que salgan comparsas de más de seis personas sin la licencia de Alcaldía.

A pesar de todos los cortapisas y de las épocas más difíciles que atravesó la Comunidad (en 1898 no se estaba para muchas bromas), el Carnaval siguió celebrándose hasta su más rotunda prohibición en el franquismo, cuando -salvo por fiestas privadas o expresamente autorizadas- dejó de celebrarse durante 40 años. En algunos pueblos se las ingeniaban para mantener las tradiciones, pero no fue hasta 1980 cuando se recuperó la convocatoria y, por ejemplo, en Zaragoza hasta hace apenas dos décadas no volvieron a las calles la Mojiganga y el Conde del Salchichón.

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