Esta semana hemos tenido problemas cromáticos. Lo primero fue averiguar de qué color es Antonio Banderas. Algunos medios estadounidenses lo incluyeron como ‘actor de color’ en la cuota racial que deben contemplar las candidaturas a los Óscar.

Aquí, se armó. Al final el racismo de andar por casa es sutil, tanto que lo consideramos ajeno y no lo admitimos. En Estados Unidos la clasificación racial está llena de connotaciones, a cada cual peor conforme se oscurece la piel. Pero en España, la consideración no es mejor. Y la etiqueta que le han colgado al malagueño ofende. Amén de la manifiesta ignorancia que entraña, en el fondo sabemos que ‘esa clasificación’ hace de menos a uno de los nuestros.

Ese prejuicio latente, sumado a la crispación política y a la manera marciana en que se han desarrollado la renuncia de Alba González y la sucesión de Rita Bosaho también ha hecho que se reciba a la nueva directora de Igualdad de Trato y Diversidad étnico-racial (hay que hacer algo con la nomenclatura de este Gobierno) con una mezcla de desprecio y recelo. Que una mujer negra gestione la igualdad racial ha de inclinar la balanza por narices a favor de otras razas que, es obvio, no juegan en las mismas condiciones.

Y eso tampoco nos gusta.