ovino

Al amor de la vereda

Los pastores trashumantes que trasladan sus ovejas desde Guadalaviar (Teruel) a Vilches (Jaén) no van solos. Desde hace ochos años acercan esta inolvidable experiencia a los estudiantes de Veterinaria

Los pastores y el rebaño, que han partido de la localidad turolense de Villarquemado, caminará hasta los apetecibles pastos de Vilches, en la provincia andaluza de Jaén.
Los pastores y el rebaño, que han partido de la localidad turolense de Villarquemado, caminará hasta los apetecibles pastos de Vilches, en la provincia andaluza de Jaén.
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Desde hace ocho años la Facultad de Veterinaria de Zaragoza mantiene un acuerdo con un grupo de ganaderos trashumantes gracias al cual decenas de estudiantes tienen la oportunidad de convivir con estos durante una semana.

No se trata de una actividad educativa más. La experiencia tiene un halo emocional incluso más poderoso que la propia dinámica académica. Seis días en tránsito, recorriendo unos veinte kilómetros por jornada junto al gran rebaño lanudo, sin apenas referencias geográficas o temporales más allá del paisaje o de los hitos que marcan el desayuno, la comida y la cena.

Largas conversaciones a paso ovino o en torno a la hoguera reparadora de cualquier mal, risotadas a la hora del rancho y largos silencios enterrados en el tintineo de los esquilos. Momentos para el aprendizaje, el diálogo y la controversia, para la observación y la introspección, para el desarrollo de habilidades médicas o sociales. Todo el mundo sometido al meteoro invernal, acomodado bajo los astros y atrapado por el poder telúrico de la vereda, de la cañada, ese camino real por el que cabecean reses y silban pastores desde muy antiguo.

Ahora, también estudiantes, curiosos y amantes entregados que entre las serranías turolenses y las dehesas de Jaén buscan aventura o aislamiento, cuando no a ellos mismos.

El periodista escribe en su diario de Twitter: «El sol asoma el hocico con sus promesas pictóricas, pero la mañana corta como navaja de barbero». Así amanecen los trashumantes en invierno, bajo una capa de escarcha que, en días así, obliga incluso a pelear con la cremallera de la tienda de campaña, que también se niega a funcionar, atascada en el hielo.

Es, casi seguro, el peor momento del día, por eso la primera actividad de los que van dejando el saco de dormir es correr hacia el fuego para desentumecer el cuerpo. Los pastores ya han avivado los rescoldos de la noche anterior y las llamas cabalgan de nuevo sobre las sombras.

Antes la trashumancia era solo cosa de ellos. Ahora la troupe es más variada: a los tres ganaderos se suma el grupo universitario (normalmente ocho alumnos de Veterinaria y dos profesores), un par de aficionados y el plumilla, que gracias a la ausencia de uno de los profesores ha podido hacerse un hueco en la partida.

Mientras hierve el café, todo el mundo recogerá sus pertrechos y los irá amontonando en los vehículos de apoyo. Los estudiantes harán lo propio con todas las tiendas y elementos comunes, que desmontarán, plegarán y embutirán en sus fundas mientras los dedos se les van desmayando poco a poco en la gélida atmósfera.

El desayuno, rápido, entre espasmos y las primeras provocaciones del mayoral a los jóvenes. Le gusta, a este, embolicarlos con trampas verbales y respuestas somardas. Los otros entran al trapo, se divierten, aprenden el código social de la vereda y templan la mañana con las primeras carcajadas.

Todo se iría por ese arroyo desenfadado y juvenil si no fuera por el primer grito pastoril del día, que no va dirigido a las ovejas, sino al grupo. Hay que salir ya y todo el mundo, como si de un ejército se tratara, empieza a ocupar sus posiciones, incluidos los perros, enroscados todavía como culebras bajo las carrascas protectoras.

El mayoral, Ismael, se coloca al frente de la procesión y el ovillo de lana que ha pasado la noche entre los alambres de un pastor eléctrico inicia su paso lento y también entumecido. Todavía brilla el rocío sobre los mechones blancos.

Más de 10.000 pezuñas empiezan a marcar el barro y a romper el hielo de los charcos, a astillar los arbustos, perfumarse sobre las matas de tomillo y moldear, imperceptiblemente, esa ruta milenaria que responde al nombre oficial de Cañada Real Conquense, pero que también es conocida como de Los Chorros (donde comienza, en los límites entre Teruel y Cuenca) o de Los Serranos.

Tras los animales irá Vidal, apoyado por sus perros, sus silbidos y sus gritos (¡chatefuera!, ¡caguensós!).

Los demás, salvo los hateros, que seguirán recogiendo el campamento, detrás de Vidal. De hito en hito, este se frenará o se pondrá a la par de los demás y explicará por qué se pasta en un campo y no en otro o por qué a veces manda a los perros a poner orden en el rebaño y otras no.

Los hateros son dos parejas de estudiantes que se turnan para conducir los coches de apoyo y acompañar y ayudar al tercer pastor, Urbano, con la logística. Les viene bien, porque hacen la mitad del camino, se cansan menos y, además, se toman un café caliente de vez en cuando. Eso sí, el último día nadie querrá ser hatero, pues el aroma a aventura de la cañada atrapa y en el ambiente flota la sensación agridulce de estar en una de las últimas trashumancias. La certeza de que difícilmente se podrá repetir la experiencia excita la necesidad de quedarse con el último trago.

Una práctica antiquísima

Llevar los animales desde los pastos serranos de verano hasta las dehesas donde pasan el invierno es una práctica antiquísima a la que Alfonso X El Sabio y otros reyes peninsulares dieron carta de naturaleza con el reconocimiento de una red oficial que hoy alcanza los 125.000 kilómetros, aunque algunos apuntan una cifra mucho más alta. En todo caso, un patrimonio socioeconómico y cultural único en Europa. La cañada conquense tiene unos 600 km y, en este caso, permite a los tres ganaderos de Guadalaviar (Teruel) conducir su propiedad ovina hasta el más atemperado invierno de Vilches (Jaén), donde residirán aproximadamente seis meses, hasta que en junio regresen a los montes de Albarracín. Es decir, en su pueblo residen cuatro meses al año, porque los otros dos los pasan en el camino; en la vereda, como dicen ellos.

El viaje de ida, en noviembre, es frío, pero eso no hace más apetecible el de vuelta, con un calor sofocante. Lo llevan bien, no obstante. O, más que bien, profesionalmente. No hay lugar para la queja porque lo hacen desde niños y el cuerpo y la voluntad están domados, lo que no quiere decir que sean absolutamente refractarios a los rigores de la intemperie, del camino y de lo que ambos suponen. De hecho, cada vez hay menos trashumantes, como es bien sabido, y uno de los tres que hacen este viaje ya se está desprendiendo de su cabaña.

Eso sí, hablando con ellos quedan meridianamente claros sus miedos, que no tienen nada que ver con la naturaleza y sus amenazas, sino con los despachos. Temen más a un decreto que a un aguacero, más a un formulario que a un rayo. Quizá porque, como dicen, aprendieron a criar corderos, no a rellenar papeles.

Necesitan la PAC y sus ayudas, pero la presa que hace sobre ellos les exaspera. El control, dicen, es férreo e inclemente, y el más mínimo error supone la apertura de un expediente que, de entrada, aunque ulteriormente no tenga mayores consecuencias, supone retrasar semanas el cobro de las subvenciones.

Otro escollo son los controles sanitarios, mucho más rigurosos de lo normal, ya que la naturaleza itinerante de la trashumancia hace que estos ganados se perciban como amenazas. Las autoridades analizan el 100% de los animales, cuando solo lo hacen sobre el 25% en otras ganaderías, se quejan. Y con un cierto regusto recuerdan el año que a ellos se les inmovilizó en el sur por miedo a la lengua azul mientras esta enfermedad se colaba por el norte.

De la Administración salen más normas problemáticas, como la prohibición de cortar los colmillos de los perros, y todas ellas conforman un cuerpo «enemigo» que genera sensaciones de incomprensión entre los pastores: «tenemos a todos en contra», dicen.

Y en ese todos no solo están los políticos y los funcionarios. También los periodistas, que o bien se alinean con los primeros o bien llegan con sus ideas preconcebidas y solo buscan la frase que las refrende. «Da igual lo que les digas, vienen a lo que vienen y cuentan lo que quieren», se recela por la vereda.

Pero si hay algo que aborrecen los pastores, acostumbrados a la autenticidad de las cuestas que suben, de las piedras en las que tropiezan, del mal genio de los conductores y de las broncas con los agricultores, son las comedias que hay que hacer para la televisión: «ahora salga de la tienda, ahora frótese las manos, ahora silbe…».

El periodista ‘empotrado’ en la comitiva espera que en cuatro días de caminata, de silencio respetuoso y de ranchos compartidos la desconfianza se desvanezca como la niebla matinal, pero el interior de un pastor es como la roca de la cañada, hay que hacer la vereda durante años para obtener su mensaje atávico.

Los estudiantes lo tienen más fácil, no buscan tan profundo; al menos, fuera de sí mismos. Su propio viaje interior (probablemente el primero) es suficiente. Van a ser veterinarios y saben de ganado, de alimentación, de cojeras y otros tecnicismos, pero han descubierto un mundo paralelo y se zambullen en él con una pasión desatada. No saben qué les deparará el futuro, pero intuyen que viviendo con intensidad el presente que les ofrece la vereda están más cerca de él.

El profesor, cautamente, renuncia a dirigirlos, simplemente acompaña y, si se lo piden o lo ve oportuno, tercia para poner a su disposición un conocimiento, una experiencia o una vía a explorar.

El contraste lo pone Juan Vicente, el mayor (nadie empieza a comer hasta que lo hace él). Su búsqueda es hacia atrás, hacia el pasado. Hizo la vereda de niño y adolescente, siete veces, dos de ellas entera. Pero su familia no sentía la ganadería como él; las ovejas eran, más que nada, un problema, y las vendieron. Le costó una llorera y tener que buscarse un oficio. Tras décadas de dedicación a la carpintería metálica y ya jubilado, persigue entre las ovejas, los romerales y los chaparros cargados de bellotas viejas sensaciones. Es su vuelta a la Ítaca querida.

Después está Antonio, ciclista aficionado y senderista. Emparentó con Urbano a través del matrimonio de sus respectivos hijos y ahora, cada año, pasa una semana con el consuegro en la cañada.

Todos coinciden, al caer la tarde, en el campamento que han montado Urbano y los hateros. Lo primero, manos y riñones al calor de la gran hoguera. Habrá abluciones, preparativos para la noche y un rato de tertulia hasta la cena: ensalada bien de ajo, para azuzar el sistema inmunitario y prevenir los catarros y el rancho o la brasa del día. La bota pasará de mano en mano y todos aplaudirán la destreza de Urbano con la sartén.

Casi siempre habrá algún visitante que llegará con pasteles y compartirá el rancho y la digestión en torno al fuego. Aunque la conversación la dominarán los jóvenes, todavía habrá ocasión para la rapsodia y, con suerte, escuchar algún canto de bandoleros.

De camino a la tienda de campaña, sin la luz cegadora de las llamas, el cielo se ofrecerá raso, nebuloso y estrellado. Juan Vicente elevará una plegaria por estar de nuevo en la vereda, los pastores dormirán con un ojo abierto y alguien pensará en la rosada que habrá de caer otra vez sobre ese microcosmos trashumante y feliz.

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