Iconoclastia

El busto de Abderramán retirado en Cadrete.
El busto de Abderramán retirado en Cadrete.
Guillermo Mestre

Aunque romano, César Augusto no era ni católico ni apostólico, sino que rendía culto a dioses paganos y él mismo fue divinizado. Pero lo peor es que fue el emperador de una potencia extranjera que invadió por la fuerza nuestra Península, masacró en no pocas ocasiones a sus autóctonos y exterminó las culturas ibéricas, incluidas sus lenguas, de las que apenas nos dejó vestigios. Por añadidura, es seguro que Augusto no reconocía la igualdad entre los sexos ni respetaba los derechos de las mujeres. ¿Es un oprobio que hoy la capital de Aragón honre a tal personaje mostrando en lugar preeminte su figura? ¿Supone una infamia que nuestra ciudad lleve todavía su nombre, transformado además por las influencias lingüísticas de otros pueblos invasores que también se hicieron dueños sin permiso de nuestro primigenio solar? Si los actuales vecinos de esta ciudad sufriésemos de repente un ataque de dignidad aguda en la glándula de la memoria colectiva, tan baqueteada últimamente, quizá deberíamos olvidarnos de Zaragoza y recuperar el antiguo nombre de Salduie. Aunque, tal vez no, porque vaya usted a saber si los íberos salduienses no eran unos machistas redomados (va a ser que sí); y, desde luego, debieron de ser más belicistas que pacifistas. En fin, que la tarea de purgar y purificar nuestra memoria histórica la comenzó la izquierda, con episodios gloriosos -o jocosos- como cuando la alcaldesa Colau sugirió retirar la estatua de Colón de su pedestal barcelonés. Ahora se suma, con entusiasmo, la extrema derecha, con Vox asestando gran lanzada al califa Abderramán. Pero queda por hacer una labor ingente. Si algún día la concluimos, tal vez descubriremos con espanto que nos hemos quedado sin memoria y sin historia. Mal negocio.

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