Hubo un tiempo

Ciertos hábitos y comportamientos que deberían estar retirados de la vida pública insisten tozudamente en mantenerse anclados en nuestro día a día. Asistimos a la sensación compartida de vivir un tiempo de cambio y de abierto relativismo político.

Heraldo
Hubo un tiempo

Hubo un tiempo en el que los juicios servían para demostrar y sentenciar los delitos cometidos. La Fiscalía señalaba con firmeza en sus escritos de acusación y amparada por la carga probatoria de los hechos buscaba el castigo para los culpables. Los pactos, que siempre existieron, difícilmente se convertían en protagonistas y los grandes casos de corrupción, como los muchos vividos en España, evitaban los acuerdos que pudieran diluir la gravedad de lo ocurrido. En la antesala del juicio de Plaza, el mayor caso de corrupción conocido en Aragón, se ha buscado el pacto y la forzada escenificación que permitirá el ingreso en prisión de los principales acusados, aunque, en paralelo, se ha hurtado la posibilidad de conocer públicamente todos los detalles del entramado. Puede que haya sido el acierto de los abogados o el temor a un gran terremoto, pero el hecho cierto es que las irregularidades, cifradas en cerca de 150 millones de euros (Acciona ya ha desembolsado 60 millones), han quedado dentro de las hemerotecas sin alcanzar la sala de vistas.

También hubo un tiempo en el que la ética y la ejemplaridad buscaban caminar de la mano para verse reflejadas en los comportamientos de la clase política. Las justificaciones personales ante un paso en falso eran, simplemente, tachadas de inadmisibles, permitiendo que los ciudadanos sintieran que el escenario de lo público se regía por una relación de principios que, al menos en lo estético, ofrecía una mínima garantía. Así, si la pareja de un alcalde buscaba acceder a un puesto en el Ayuntamiento, el sentido común y la prudencia, logrados por la asunción compartida de los rigores del desempeño de una responsabilidad pública, frenaban cualquier intento. Era el consabido peso de las cargas derivadas del cargo, en ocasiones con algún matiz injusto, pero siempre como mejor defensa de la reputación y la integridad de un edil.

Hoy parece que todo esto se diluye a gran velocidad, escapándose, precisamente, de entre los dedos de aquellos que dijeron venir a regenerar la vida pública. Zaragoza en Común (ZEC) que señaló la necesidad de elevar los estándares morales, ha incurrido en los mismos comportamientos que rechazó en el pasado y que tras su denuncia le permitieron su entrada en el Consistorio. Era el discurso de la ética y la renuncia de lo personal en beneficio de lo colectivo, introduciendo el valor de la integridad.

En otro tiempo los extremos se ignoraban. Los excesos resultaban violentos e incómodos y los discursos gruesos, alejados de la moderación, eran rechazados. El diálogo y el entendimiento cotizaban al alza y defender en un mismo acto el trasvase del Ebro y el rechazo a la población extranjera, asegurando que «algunos españoles lo están pasando mal y no les llegan las ayudas porque van para los inmigrantes», era, sencillamente, impensable. Todo esto ocurrió el pasado jueves en Teruel, de la mano del líder de Vox, Santiago Abascal, quien ante un auditorio a reventar demostró sin tapujos la fuerza que está adquiriendo la extrema derecha. Ya instalados, creciendo y en clara consonancia con lo que está pasando en el Viejo Continente de norte a sur, Vox se presenta como la mano redentora que aliviará los desmanes y desajustes que se viven en España, un país que dibujan asomado al borde de un precipicio.

Muchos recuerdan que, en otro tiempo, los mensajes políticos se regían por su coherencia y que un presidente del Gobierno sostenía su legitimidad en los votos obtenidos. Se defendían las convicciones y se huía del beneficio personal con idéntica energía a como se primaba el respeto al interés general. No existían los cálculos electorales y dejar hablar a los votantes se consideraba el mayor de los privilegios con los que contaba una sociedad democrática. La crisis de liderazgo del Ejecutivo de Pedro Sánchez, que ha destapado la ruptura del PSOE en dos mitades y que cada día se sumerge un poco más en las pantanosas tierras catalanas, ya solo nos recuerda que la estabilidad fue un valor de otro tiempo.

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