Casa Condal de Catalunya y Aragón

La nostalgia de un pasado áureo y feliz (que nunca existió, por lo que ha de ser inventado continuamente, para crear añoranza), es un nutriente predilecto del separatismo.

Solo el rey puede ser conde de Barcelona.
Solo el rey puede ser conde de Barcelona.
HERALDO

Hay Casa Real de Holanda porque hay rey de Holanda y Casa Ducal de Villahermosa porque hay duque de ese título. La última creación del nacionalismo catalán, la "Casa Condal de Catalunya y Aragón" (La Vanguardia, 18.XI) implica la existencia de un conde de Cataluña y Aragón, un mamarracho histórico. La nostalgia separatista por el pasado que no fue necesita negar la historia inconveniente. Sabino Arana (otro que tal) lo confesaba en una carta: le desconsolaba ver cómo obraban los antiguos vascos, que tenían a Castilla como su nación histórica. Esta amargura retrospectiva e infantiloide era idéntica a la que, cien años después, un destacado heraldista catalán, en plena excitación melancólica, reprochaba a Ramón Berenguer IV: este no se proclamó rey de Cataluña y Aragón tras su boda con la reina Petronila. Como en el caso de Arana, ello implica una asombrosa (y preocupante) ignorancia histórica.

Este personaje, no obstante, estaba sujeto todavía por las amarras de la erudición (que no debe confundirse con la historia, necesitada de herramientas metodológicas complejas para merecer ese nombre). Usaba, invariablemente, la expresión condes-reyes, para referirse a los titulares de la Casa de Aragón; y afirmaba, muy seguro de la fuerza de sus argumentos, que no era insólito ese estilo nomenclatorio que antepone el rango menor al mayor. Citaba al conde-duque de Olivares y a la reina-emperatriz de Inglaterra. Una mezcla simple y de apariencia lógica (como ‘el derecho a decidir’, es de ese estilo conceptual), pero rezumante de anacronismo y combinando heterogéneos.

Más recientemente, se ha acuñado la expresión pintoresca ‘casa condal de Cataluña’. El nombre requiere que hubieran existido los condes de Cataluña. Y aún es más rara su hermana casi gemela y más innovadora: ‘casa condal de Cataluña y Aragón’. Un concentrado de todos los defectos que puede presentar una nomenclatura, cuyo resultado es un completa memez.

Nombrar es crear

Las buenas nomenclaturas son síntesis, dicen lo nuclear de una realidad. Las denominaciones nos tiñen el cerebro, orientan la inteligencia, proponen puntos de vista que reordenan el pensamiento. De ahí que tengamos derecho a exigir precisión y limpieza en quienes las crean o las usan. La mente cambia de actitud al recibir calificaciones clasificatorias. La de-finición implica límite, demarcación, deslindamiento, porque ‘finis’ es límite, frontera. En consecuencia, ‘definir’ implica delimitar, demarcar, incluir y excluir. Así, lo que es metafísico no es físico, por ‘de-finición’; y eso sirve lo mismo para criptógama, cuántico, secante, épico o trófico, fractalidad o demanial. Nombrar determina el pensamiento ajeno, crea realidad mental, luminosa, absurda o nociva. ‘Solución final’ es un concepto positivo. ‘Exterminio de los judíos’, no. Ambas se refieren a lo mismo.

Definir una ‘casa condal de Catalunya y Aragón’ (así escrito) es una obvia retorsión. La Casa condal de Aragón se extinguió con una dama llamada Andregoto y se integró en la monarquía pamplonesa. La expresión define una colección de retratos de los reyes de Aragón y condes de Barcelona que se exhiben en el palacio de la Generalidad. Allí, durante tres siglos, se denominó a la estancia ‘Sala dels Reis’. Se ve que al vicario Torra ya no le parece bien esa tradición catalana.

Un camelo más

Al rey elegido en el Compromiso de Caspe (1412), abuelo paterno de Fernando el Católico, en el mismo texto malabarista lo llaman "conde de Barcelona, Rosselló, Cerdanya, Besalú, Empúries i Pallars Jussá" antes de recordar que era rey de Aragón, Valencia, Mallorca y Sicilia. Bien se les vale que el difunto no se entera de la fechoría. Para postre, se llama a este rey ‘Ferran I d’Antequera’, de forma que ‘d’Antequera’ parece dinastía o apellido de Fernando I, cuando es un mero apodo, recordatorio de que había tomado la difícil plaza andalusí de Antequera. Fernando ‘el’ de Antequera, pues.

Otro dato que invita a pasmarse ante esta manía expoliadora es que en los mencionados retratos -obra muy aceptable de Filippo Ariosto el pintor italiano que los hizo por mandato de los próceres catalanes de finales del siglo XVI-, todos los retratados, a partir de Alfonso II de Aragón, llevan corona real, como debe ser, a diferencia de sus predecesores, que carecen de ella. No obstante lo cual, se les apea el tratamiento preferente de ‘rey’, que es el que ellos mismo eligieron y usaron. Apena ver estos desatinos de la historia ‘oficial’ de Cataluña, tierra pródiga en investigadores solventes.

En fin: alguna vez caerán los nacionalistas recalcitrantes en la cuenta de que el título de conde de Barcelona es tan especial y distinguido, tan sumamente ilustre históricamente que es el único que requiere a un rey como exclusivo portador. Desde el siglo XII, solo el rey puede ser conde de Barcelona. Ningún condado llegó tan alto como este. Pero el condado de Catalunya es (otro) camelo.