Espíritu Expo

El X aniversario de la Expo invita a reflexionar sobre la marcha de la ciudad y sobre el papel que debe ocupar Zaragoza entre las capitales europeas. Gestionar los atractivos es una obligación que habría de elevarse por encima del enfrentamiento político.

Espíritu Expo
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Los recuerdos tienden a idealizarse hasta dificultar la convivencia con la realidad. Adoptan en nuestra cabeza una pose incómoda, próxima a la soberbia, que les permite disfrutar del beneficio de la comparación. El décimo aniversario de la Expo de Zaragoza ha hecho que la magdalena de Proust desprenda tantas sensaciones que, necesariamente, muchas han terminado por mostrarse irreconocibles. Aquellos días, en los que la ciudad asumió una ficticia pero ilusionante capitalidad mundial, se confirmó que los proyectos compartidos eran posibles, que hasta se podía desafiar a la herencia recibida y que la Expo –con un impacto económico cifrado en 2.600 millones de euros– actuaría como una vacuna perpetua, sin caducidad reconocida, que nos inmunizaría definitivamente contra la mediocridad.

El éxito de la Expo 2008, la sobreexcitación de toda una ciudad dispuesta y entregada, generó por contraste un amargo vacío posterior que alumbró una negrura de la que aún no nos hemos desprendido. A modo de desconsiderado portazo, el recinto de Ranillas cerró sus puertas casi en coincidencia con la quiebra de Lehman Brothers. Lo que vino después todos los sabemos. Manuel Vilas también recuerda en ‘Ordesa’, su última novela, lo que ocurrió aquel año. «El capitalismo se hundió en España en el año 2008, nos perdimos, ya no sabíamos a qué aspirar. Comenzó una comedia política con la llegada de la recesión económica».

La crisis convirtió el espíritu de la Expo en un verdadero tormento: era el espejo en el que nos veíamos reflejados. Distorsionados por la imagen que proyectaba el cristal, las comparaciones resultaban odiosas. Nada alcanzaba el entusiasmo de aquellos tres meses que habían saciado todas las expectativas. La Expo de Zaragoza fue una de las mejores inyecciones de autoestima que se recuerdan, aunque su errática gestión posterior, plagada de dificultades y orfandades, buscó esconderse tras una terrible añoranza.

Llegó la crisis y optó por quedarse. La justificación de la austeridad relegó a Zaragoza a un injusto segundo plano del que aún no se ha liberado y a modo de castigo compensatorio la ciudad se apartó de los grandes proyectos. Sin ilusiones, la Inmortal permaneció varada, sin proyecto alguno del que enamorarse. Mientras tanto, y en acelerada competición, otras muchas ciudades españolas y europeas emprendieron un apasionante viaje a la búsqueda de nuevos y atractivos proyectos de cambio.

Todas las capitales necesitan un gran proyecto. Su piel no puede permitirse el envejecimiento. La renovación arquitectónica, hoy amparada en la sostenibilidad, es una excusa intencionada para cambiar una ciudad y para sostener la autoestima de sus habitantes. Zaragoza reúne buena parte de los principales atributos que demandan las nuevas urbes del siglo XXI. Tamaño ordenado, buenas comunicaciones, servicios de calidad, etc., tan solo requiere de una iniciativa compartida que aúne la fuerza necesaria como para orientar un nuevo rumbo y para volver a dar protagonismo a la sociedad civil, tal y como ocurrió con la Exposición Internacional.

El proyecto del Pabellón Puente, pensado como un centro dedicado a la movilidad sostenible –diseñado por el Gobierno de Aragón e Ibercaja con el respaldo de las principales empresas del sector automovilístico–, y la ambiciosa iniciativa de la DGA de convertir el río Ebro en un eje de desarrollo centrado en el agua –«el corredor verde más importante de España», en palabras del presidente Javier Lambán– pueden actuar como un acicate que impulse y recupere muchas otras ideas que hoy duermen en los cajones.

Superada la crisis económica, parece llegado el momento de recuperar el espíritu de una Expo que se dejó marchitar con suma facilidad. Hay que volver a convertir Zaragoza en una referencia internacional.

miturbe@heraldo.es