Un liderazgo por reivindicar

La voluntad de autogobierno de los aragoneses fue decisiva para encauzar el actual estado de las autonomías en un sentido homogéneo y no asimétrico. Aragón conjuga su propia identidad con la del conjunto de España.

Aragón, ante la remodelación de la España autonómica
Un liderazgo por reivindicar

Estas fechas, próximas a San Jorge, siempre son oportunas en Aragón para realizar una reflexión sobre la organización territorial del Estado y, más en particular, sobre la inserción de la Comunidad en la misma. Hoy es más pertinente que nunca. Si bien no es posible aventurar un plazo cierto, la reforma de aquello que se ha venido en denominar Estado autonómico es inevitable. Una reforma para la que será precisa una visión de Estado y el criterio de cada territorio sobre cuál debería ser su posición en el modelo por construir. Es seguro que ese futuro se construirá desde la lectura de lo sucedido en los más de cuarenta años de experiencia constitucional. Y es desde ese pasado desde el que Aragón debe reivindicar un liderazgo ejercido de hecho pero velado por circunstancias diversas.

Muy brevemente, se puede sintetizar la evolución del Estado autonómico sobre la ideología de la asimetría y su juego dialéctico con la simetría. La Constitución española, de forma coherente con el sentir político mayoritario del momento, diseña un modelo territorial esencialmente pensado para dar respuesta a las demandas de autogobierno mayoritarias en Cataluña y el País Vasco. Para estos territorios, junto a Galicia y Navarra, si bien con características particulares e intensidad diversa, se garantiza un núcleo duro de autonomía y el acceso inmediato a la misma. La voz ‘nacionalidad’ debía ser el signo distintivo de estas comunidades. El resto de los territorios, hay que recordarlo, ni siquiera tenía garantizada su existencia como sujetos políticos. La Constitución no los definía. Como tampoco garantizaba que, en su caso, pudiesen disponer de verdadera autonomía política. El núcleo de competencias que los habría de definir, artículo 148, bien podía ser gestionado desde una intensa autonomía administrativa. Ahora bien, la Constitución no impedía que esos territorios llegasen a alcanzar la autonomía plena, hasta homogeneizar la identidad política de las diferentes comunidades autónomas. Pero la homogeneidad no era ni el modelo dibujado en la Constitución ni aquel al que aspiraban las principales fuerzas políticas del país.

Sin embargo, en el año 2000, el Estado autonómico era esencialmente homogéneo, con la descontada y perturbadora excepción provocada por la interpretación realizada del hecho foral para el País Vasco y Navarra. Una homogeneidad que alumbra el momento más brillante de nuestro Estado pero que también es, simultáneamente, una de las semillas de su fracaso, al no ser aceptada por las formaciones nacionalistas, tal y como constata la Declaración de Barcelona de 1999. Lo relevante para estas líneas es que la causa de que, finalmente, el diseño constitucional derivase a una forma sustancialmente homogénea, si bien tiene una primera explicación en la denominada rebelión andaluza de 1981, por la que esta Comunidad se sumó al grupo de territorios con autonomía plena, se explica fundamentalmente por la no aceptación de Aragón y de Canarias de los pactos autonómicos de 1992. La consecuencia de este rechazo fue que solo dos años después de haberse cerrado el Estado autonómico de forma asimétrica, estas dos comunidades lograsen, en una nueva reforma de sus Estatutos, eliminar cualquier diferencia sustancial con Cataluña, Andalucía y Galicia, tanto en materia competencial como institucional. Además, en los nuevos textos se pasaban a denominar nacionalidades, quebrando la nota distintiva que hasta ese momento había caracterizado a este término.

Si los hechos son por sí mismos significativos, más lo es que su origen fuese un sentir ampliamente mayoritario en estas comunidades. En las dos, las reformas de 1994 habían dejado el amargo sabor que deja una diferencia no querida y en las dos el pueblo había reflejado, en distintas y relevantes manifestaciones y elecciones, su voluntad de mayor autogobierno. Por cierto, el complejo sistema de partidos que caracteriza a Aragón de manera uniforme desde el inicio del Estado autonómico no es sino el reflejo de su singularidad política e identitaria en el Estado de las autonomías. Una singularidad normalmente negada o, al menos, velada por la atracción simplificadora de la dialéctica nacionalismo versus Madrid.

Entiendo que hoy, cuando es preciso reflexionar sobre el futuro de nuestro modelo de Estado y, en particular, hacerlo en Aragón y desde Aragón, lo anterior no solo es una premisa necesaria para reivindicar la posición de la Comunidad autónoma en el modelo que haya que diseñarse. El ‘iter’ histórico de Aragón en la España de las autonomías demuestra que hay una manera de estar en el Estado que conjuga con plenitud la identidad y la voluntad de autogobierno con la identificación plena con el proyecto y el pasado que es España. Un estar y ser de síntesis que puede no ser solo un puente para el entendimiento. También la vía que transitar para la renovación del diseño constitucional.

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