La enfermedad que les cambió (y unió) la vida

Héctor y Sara tuvieron cáncer cuando eran niños. Por esta casualidad coincidieron en campamentos de Aspanoa con diez años y casi dos décadas después se casaron.

Héctor y Sara, supervivientes de cáncer, acaban de celebrar su primer aniversario de boda.
Héctor y Sara, supervivientes de cáncer, acaban de celebrar su primer aniversario de boda.
Guillermo Mestre

El destino de Héctor Carbó se unió al de Sara Merino cuando solo tenía tres días y los médicos le detectaron un tumor de Wilms en el riñón derecho, uno de los cánceres infantiles más frecuentes. En el caso de ella, su vida tardó más en entrelazarse con la de él, ya que fue diagnosticada de leucemia a los cinco años. Ambos vivían en el mismo barrio –La Almozara–, compartían enfermedad y afición por el deporte, pero no se conocieron hasta que coincidieron en unos campamentos de Aspanoa. Hoy los dos rondan la treintena y son unos supervivientes de cáncer que celebraron el día 13 su primer aniversario de boda.

Sus historias con la enfermedad son bastante diferentes. Héctor era un bebé cuando le extrajeron uno de sus riñones y su cuerpo tuvo que aprender a vivir con un órgano, tan solo tres días después de haber nacido. "Los médicos decidieron que en vez de quitar el trocito afectado del riñón era preferible extirparlo entero y que el organismo se fuera desarrollando y adecuando con un solo riñón. Así no habría posibilidad de recaer", comenta el joven. Para él, el proceso fue fácil –no tanto para su familia–, ya que no recuerda nada y tampoco ha tenido complicaciones en sus 30 años de vida. El único recuerdo que tiene es su gran cicatriz horizontal que recorre su costado. Tras años de vigilancia y revisiones, a los 15 años le dieron el alta definitiva.

En el caso de Sara la noticia llegó cuando ella era una niña de 5 años que cursaba 3º de infantil. Su constante cansancio y los moratones que le aparecían alertaron a sus padres. Después de hacerle análisis y pruebas los médicos lo vieron claro: Sara tenía leucemia. Todo cambió de la noche a la mañana para su familia y para ella. En la memoria de Sara –esa caprichosa capacidad que hace que a veces los seres humanos recuerden las cosas más anodinas– está el recuerdo de que era Carnaval y ella ya tenía su disfraz preparado pero el cambio de 180 grados que sacudió su vida hizo que no pudiera asistir a esta celebración. Entonces comenzó a convivir con los goteros y el olor particular de los hospitales. Durante su tratamiento recibió quimioterapia y radioterapia unos meses en el Miguel Servet. "Mis padres siempre me han contado todo y me explicaban cuando había ciclos de tratamiento más duros con punciones", señala. A pesar de la situación que le tocó vivir, Sara no perdió el espíritu propio de una niña de su edad, reflejado en las carreras de sillas de ruedas que hacía por los pasillos del hospital con sus compañeros.

Además, aunque todo había ido bien y su cuerpo había reaccionado correctamente a los tratamientos, por precaución le mandaron al hospital Vall d’Hebron en Barcelona para extraer y congelar parte de su médula limpia. Ya que ningún miembro de su familia de primer grado –ni sus padres ni sus tres hermanos– era compatible con ella. Esta decisión le salvaría la vida por segunda vez.

La recaída

Poco después el cáncer volvió a atacar a Sara, la pequeña recayó. Aunque esta vez ya conocía la historia: quimioterapia y radioterapia para su cuerpo de apenas 1,20 de altura. "Tuve que estar tres meses ingresada en Barcelona porque allí era donde trataban los trasplantes de médula", explica la joven, en su caso autotrasplante. Siempre recordará el día que le dieron el alta, que coincidía con su octavo cumpleaños. "No me la iban a dar, pero me eché a llorar", recuerda riendo. A pesar de no estar ingresada, las revisiones en los hospitales de Zaragoza y Barcelona eran continuas pero cada vez más distanciadas en el tiempo conforme pasaban los meses. Con 23 años llegó el tan esperado día, su alta definitiva. Ahora ya cuenta con su pasaporte de datos clínicos.

Cruce de caminos

Cuando Héctor tenía 11 años y Sara 10 coincidieron en unos campamentos de la Sierra de Madrid, organizados por Aspanoa. Aunque ambos admiten que se conocieron en ese momento, la relación –de amistad– comenzó al siguiente año porque estaban en el mismo grupo de edad. A partir de ese momento se dieron cuenta de que les unían más aspectos que el hecho de haber superado sus respectivos cánceres. También vivían en el barrio de La Almozara y una tremenda afición al fútbol, deporte que imparten en el colegio Cardenal Xavierre. "Estábamos predestinados", afirma Carbó. Finalmente, tras 11 años de noviazgo, el 13 de abril del 2017 celebraron su boda, donde no faltaron amigos de estos campamentos, que fueron testigos de los inicios de la pareja.

Las carreras profesionales de ambos también han estado bastante unidas. En el caso de Sara, ha estudiado Magisterio Infantil y Primaria y entrena a equipos de fútbol sala, además de ser arbitra. Los únicos periodos en los que paró de dar patadas al balón fue durante sus dos tratamientos.

Héctor, aunque admite que no era muy amigo de los estudios, se sacó el grado en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte y también, al igual que Sara, entrena a chavales. A ambos les gustaría aprobar las oposiciones y ser profesores en un colegio, la nueva batalla que libran.

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