El Ebro, paso eterno del agua

En los mapas, el río es una línea azul que antes de llegar a Zaragoza forma un pronunciado meandro, el de Ranillas.

El río Ebro a la altura del Puente de Piedra de Zaragoza
El río Ebro a la altura del Puente de Piedra de Zaragoza
Oliver Duch

En el discurso cotidiano del agua un río esconde el vértigo del tiempo. Para los poetas es un símbolo recurrente de la vida, la que va "a dar a la mar" en el conocido verso de Jorge Manrique, para Heráclito lo es del cambio: nada es lo mismo, ni el agua ni fuera de ella y de ahí el éxito de esa paradoja que asegura que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Hasta cada una de nuestras miradas ha de ser necesariamente distinta según ese razonamiento.

Al Ebro Jerónimo Zurita ya lo llamó río padre, en una denominación luego muy repetida. A veces iracundo en sus avenidas pero tierno en las aguas turbias de sus orillas, el Ebro es un símbolo del movimiento y la transformación que complementa el estatismo y la inmutabilidad del templo madre del Pilar. Uno y otro forman la estampa tradicional de la Zaragoza de siempre. El río oculta los vértigos del tiempo en el murmullo del agua, que aunque nunca sea la misma suena igual a través de los siglos.

Estremece pensar que el fragor cambiante del Ebro es el mismo que escucharon los anónimos romanos que fundaron la ciudad trazando sus límites con un arado tirado por bueyes, el mismo que debió oír el rey Alfonso al tomar el torreón de la Zuda en diciembre de 1118, el que se imponía al silencio tras cesar los disparos de los cañones franceses en los sitios de la ciudad, el que percibieron día tras día y, aún lo hacen, los zaragozanos cuyas vidas transcurrieron cerca de su cauce.

Esa engañosa apariencia de eternidad acuática tiene un valor especial en una ciudad que ha derruido tantas de sus más viejas piedras, que ha transformado tantos de sus espacios públicos y que no siempre lo ha hecho para mejor. "Surco infinito. Camino de venas que entre alamedas vas seguro y opaco. No te preocupa el tiempo, como el tiempo siempre eres distinto y de tan igual eterno", dice un poema de Miguel Hernández sobre el Ebro.

Puede que en el fondo a Zaragoza la definan antes el agua y el aire que la recorren que su solar extendido, y también maltratado, a través de los siglos. Ambos elementos tienen aquí denominación propia: el Ebro y el cierzo. En sus movimientos constantes queda reflejado el desafío al tiempo: el agua, en su sonido casi imperceptible hoy en el tráfago diario, y el cierzo, que desata su fiereza con el mismo ímpetu que antaño.

En su ‘Recuerdos y bellezas de España’, José María Quadrado une al Ebro, al Gállego y al Huerva y dice en un lenguaje decimonónico que "los tres ríos confundiendo su vario murmullo parecen cantar las gestas de César Augusta". Y aun habría que añadir el Canal Imperial, al que algunos se refieren como ‘cuarto río’ de la ciudad y sin el que, convertido en proeza hidráulica para convencer a incrédulos, no es posible contar la historia de Zaragoza.

El río es un lugar de sonidos y olores propios, poblado de historias que transcurren sin cesar, como lo hacen sus aguas y, que como para ellas, apenas importa su origen y su final. Cuenta Benito Pérez Galdós una historia vinculada a una de las más surrealistas consecuencias que tuvo el ataque de la francesada a Zaragoza, la huida de los locos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia al ser bombardeado. Uno de ellos, que antes de trastornarse debió ser un intelectual de la época porque empleó como modelo nada menos que el mito de Aqueloo, el más poderoso de los dioses del agua de la Grecia antigua, se encaramó a la Cruz del Coso y proclamó en medio del desbarajuste general que él era el Ebro y que anegando la ciudad iba a sofocar el fuego. El escritor se documentó a conciencia para sus 'Episodios Nacionales' así que resulta sugestivo pensar que aquello fuera algo más que una pura invención.

Son muchos los santocristos que, según se cuenta, aparecieron flotando por el río en varias poblaciones ribereñas y son muchas también las historias de cabezas cortadas, tal vez porque en otro tiempo fue costumbre arrojar al Ebro las de los ajusticiados. Incluso la de San Frontonio, arrojada en Zaragoza, remontó portentosamente el río y se desvío por el Jalón contra corriente para llegar hasta Épila, donde es venerado.

Pero tal vez las historias más señaladas sobre el río sean las de los ahogados, aquellos que desafiaron la metáfora de Jorge Manrique y cuyas vidas fueron a dar en realidad al viejo Ebro, erigido en destino fatal. Aunque no siempre es así porque hay leyendas que aseguran que algunos cayeron al Ebro por el pozo de San Lázaro, a la altura del puente de Piedra y sus cuerpos aparecieron, a través de una secreta conexión con el mar, en aguas del Mediterráneo.

El caso de Benito Sanjuán es excepcional en la larga nómina de ahogados. Con siete años, cayó desde el pretil al Ebro precisamente el día de San Juan de 1775, cuando fue a ver la furiosa avenida del río. El niño, que según recoge Faustino Casamayor, era hijo del carcelero de la prisión de la Corte, fue rescatado, es de suponer que tras pasar mucha angustia dada la crecida de las aguas, un poco más abajo del puente de Tablas.

Hay noticias de que los rescates, especialmente cuando se trataba de niños, tenían por aquel entonces un halo de milagro por intercesión de la Virgen del Pilar. El chiquillo debió contar muchas veces su peripecia y debió mirar desde entonces al río con el corazón encogido. Las aguas siguieron corriendo durante mucho tiempo y puede que Benito, cumplidos sus 15 años, fuera un poco tarambana o un desgraciado pero el caso es que en 1783 consta que volvió a caer al Ebro, muriendo esta vez ahogado y siendo recuperado su cadáver el 30 de julio. El Pilar y el Ebro forman la clásica estampa de Zaragoza, pero hay historias funestas como la del olvidado Benito Sanjuán, hasta cuyo nombre parecía predestinado por el agua, que desajustan el binomio. Por algún trágico motivo, las aguas del Ebro, como destino burlado, acabaron imponiéndose en aquella ocasión a la intercesión de la Virgen.

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