Las metas

No me perdía nunca la Vuelta Ciclista a España cada tarde. Me gustaba oír el sonsonete de la retransmisión mientras la vida seguía lenta en el comedor de casa. Tanto si estaba con mi madre, como si estaba con Antoine, ambos se resignaban y acababan dando cabezadas mientras yo seguía con la mirada fija en la pantalla. Que los ciclistas avanzaran, sufrieran caídas o pájaras, se escaparan o no, no significaba que no me entristeciera la llegada. Yo nunca quiero llegar, no quiero que la fiesta se acabe. La meta siempre significa el fin de fiesta. Como metáfora de la vida, en la carrera, yo iría oculta en el pelotón, pero seguramente no me habría quedado en ese pelotón que llegó fuera de control en la etapa de Formigal. Destacar en exceso no suele ser de buen gusto –nos decían las monjas-, y destacar por algo malo aún es de peor gusto, me parece a mí.


Fue elegante el británico Chris Froome cuando declaró que todo su equipo, remoloneando en el pelotón, debería haber sido descalificado ese día de huelga de piernas caídas. No es fácil mantener el equilibrio sobre una bicicleta, ir a esas velocidades, seguir corriendo con el cuerpo magullado, aguantar desplantes y gestos feos, ser ignorado en pro del líder de tu equipo cuando todos han hecho los mismos kilómetros. Y nadie entrevista a los ‘gregarios’. A Madrid llegan todos puntuales. Mi madre abre los ojos y dice que le dan mucha pena los ciclistas. Con algo de tristeza apago la tele.