​Semper idem

Lucio Aurelio sostenía la bolsa de cuero sumido en la indecisión y sin apartar los ojos de ella sopesaba su tacto sudado. La sentía cargada y sucia. Casi podía saborear las monedas de su interior. Denarios amargos como la cicuta. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Tras tres años como edil de Caesaragusta, siempre creyó que su ambición quedó saciada con el cargo. Y así había sido. Infinidad de veces había sido testigo del espurio comercio de voluntades. Todos participaban. Desde la Curia hasta el Cuestor. Él había callado, sin sucumbir. Y nunca pensó que lo haría hasta que sintió el peso de la bolsa en su mano. ¿Había remedio? Si no lo hacía él, sería otro. Era un asunto menor. Un pecado sin víctimas más allá del gasto público. La conciencia lo mordisqueaba por dentro. Había jurado servir con honor y ejemplaridad. ¿Acaso vendiéndose él no vendía la propia Roma? ¿O acaso no estaba ya vendida?

-Acepto –dijo Lucio apretando la bolsa- Confío en que nadie se entere.

-Tranquilo. Nunca lo hacen.

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