Dulce infancia

Siempre quise ser albañil, como mi padre, y construir ciudades. Mis compañeras del colegio intentaban convencerme de que era mucho mejor ser jueza, médica o princesa, pero no consiguieron hacerme cambiar de opinión.

Por las tardes, en cuanto terminaba los deberes, me ponía manos a la obra: cogía los adoquines, les quitaba con cuidado el envoltorio para no romperlo, –a mi hermano Valero le encantaba aprenderse de memoria las jotas de su interior–, y construía largas avenidas de anís y fresa, edificios de amplios ventanales con los de naranja y acogedores plazas soleadas de limón.


Hoy, asomada a la ventana, contemplo la ciudad dormida. Y el recuerdo de la voz de mi hermano me susurra al oído:

“Cuando oyes cantar la jota

y estás lejos de Aragón

es un dardo que penetra

dulcemente en el corazón”.





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