La postal

Se plantó delante de mí, con su camiseta a rallas y su boina al más puro estilo parisino de los 70, abrió bien sus ojos verdes, puso aquella cara reservada para las historias imposibles y con su acento argentino del mismísimo Buenos Aires me dijo que jamás se había enamorado. El rumor del río caía a su espalda y la inmensa catedral de El Pilar le hacía las veces de marco de postal a esos ojos que ni siquiera parpadeaban esperando mi reacción. Las primeras horas de la noche en julio ofrecían la mejor de las temperaturas para pasear junto al Ebro. Las luces del centro se reflejaban en el agua y titilaban aquí y allá con la corriente. Esbocé una media sonrisa, como quien tiene todo bajo control y aquella declaración no le hubiese tomado de total imprevisto.

-Es una lástima que yo no pueda decir lo mismo -respondí al fin, pero ya no pensando en ella y en sus mejillas redondas, sino en aquel lugar en aquel momento.

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