Cierzo

El sabor a sangre inundaba su boca, gotas de sal le impedían ver, el dolor le mordía hiriente al apoyar su muleta y se golpeaba la pierna contra las piedras. Pero nunca paraba. A lo lejos veía a los demás niños, corriendo por las desnudas colinas salpicadas de esparto y yesos y, más allá, la estela con un jinete y manos grabadas.


Desde que nació, hacía ya nueve veranos, no podía mover la pierna. Era delgada, débil, inservible. Siempre quiso correr con los demás niños del poblado, ir a por agua al río, sacar el ganado…


Una calma tarde de aromas a romero y tomillo se detuvo en lo alto de La Loma, cerró los ojos, alzó los brazos y respiró sonriendo la cálida luz del Sol que ya se ponía pintando un horizonte de azules y rosas.


–Quiero ser más rápido que el viento.


Taunin, Lagandi, Ylbe y los demás niños vieron cómo se desvanecía. Un soplo de aire juguetón peinó sus cabellos y escucharon la felicidad del pequeño Cierzo. El mismo que nunca ganó una carrera, aquel al que ahora nunca alcanzarían.

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